lunes, 19 de enero de 2009

NOVEDAD.Catherine Clément. "Mémoire" (Stock, 2009)

FRAGMENTO: "Encuentro con Jacques Lacan"
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Yo no elegí escuchar a Jacques Lacan. Él no era un profesor de facultad, no formaba parte de un programa, no tenía nada que ver con la Sorbonna, ni con la Universidad.
Llegó a mi vida de sorpresa. Corría 1959. Yo me arrastraba un día en Santa Ana, a la salida de una presentación de enfermos, cuando mi compañera de anfiteatro me habló de ese tipo raro que acababa de comenzar su curso en el mismo anfiteatro.
"Su curso es una forma de hablar"-decía ella-. Él no enseña, verdaderamente". Mi compañera de anfiteatro hablaba el francés con un acento eslavo que me endulzaba la oreja, y yo la escuchaba sin prestarle mucha atención.
Ese tipo era genial, decía ella. ¿Por qué? Veamos.
Yo la seguí. Al pie del anfiteatro al que se subían los locos, estaba ese tipo de una cierta edad que hablaba lentamente, introduciendo grandes suspiros entre las frases. No usaba delantal blanco, llevaba un saco de tweed y un moño mariposa como el que usaba mi padre -el moño mariposa, accesorio social de los médicos elegantes. Su voz era grave y atrapante. Tenía una sonrisa de fauno que recordaba a la de Jankélévitch. Durante un largo momento, creí que se trataba de un loco.
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FRAGMENTO: "El taxi de Lévi-Strauss"
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Un día, fui a buscarlo a la salida de la Academia Francesa y llovía a cántaros, una verdadera lluvia monzónica. Jacques Cousteau acababa de morir, y según la costumbre, la Academia le había rendido ese día un breve homenaje. El antisemitismo de Cousteau ya no era un secreto, yo echaba pestes contra él: ¿quién había tenido la idea de hacerlo entrar en la Academia?
-Fui yo -refunfuño él-. Él defendía los océanos. Y usted sabe, casi no ha asistido.
Seguimos caminando y la lluvía era más fuerte. Yo tenía el sentimiento de ir del brazo del viejo Fausto, un Fausto que había conocido de joven, destinado a abrir los secretos de la especie humana en el seno de la naturaleza, y cuyo corazón jamás había envejecido. Nos detuvimos en una parada de taxis. Y allí esperamos. Ni un auto. Le dije que iba a llamar uno por teléfono, porque no quería que él tomara frío.
-Pero yo no tomo taxis! -se revelará-.
-¿Y qué hace usted aquí?
- Espero su taxi. Yo tomo el metro.
No pude convencerlo de subir al auto. Él puede ser terco cuando quiere. Tenía 89 años.

Fuente: Le Nouvel Observateur
Traducción: PP