viernes, 9 de enero de 2009

Silvina Friera. El juego de compartir la escritura (Página 12, jueves 8 de enero)

El extraño tabú que atraviesa la historia de la literatura, la escritura a cuatro manos, se ha naturalizado tanto que de pronto, gracias al formidable ensayo "Escribir en colaboración" (Beatriz Viterbo), de Michel Lafon y Benoît Peeters –traducido por César Aira–, el lector repara en cuánto se ignora o desdeña a los dúos literarios. Persiste la idea de que una obra digna de estudio debe emanar de una sola persona. El autor único sigue siendo el dogma; el acto de creación sólo se declina en singular. “La ideología del ‘yo’ impera hasta en las esferas más inesperadas –observan en el prólogo del libro Lafon y Peeters–. Pensador del intelectual colectivo, Pierre Bourdieu se ocupa, una vez llegado a la celebridad, de borrar de la lista de sus obras los nombres de sus coautores.” Algunos críticos escamotean al dúo, como si la colaboración no fuera más que una máscara. Un ejemplo reciente: ¿Qué es la filosofía?, de la dupla conformada por Deleuze y Guattari, en las páginas literarias de un diario francés, se convierte en la obra que Deleuze “nos debía desde hace tanto tiempo”.
“El fenómeno de la escritura a varias manos sigue fundamentalmente incomprendido –plantean Lafon y Peeters, que han investigado el meollo de la cuestión durante quince años–. Todo sucede como si no hubiera nada que decir de la escritura en colaboración. Como si, simplemente, no existiera.” Siguiendo la pista de manuscritos, ediciones sucesivas, correspondencias, entrevistas, fotografías y testimonios, los autores ponen el acento en las prácticas y los métodos de trabajo de los dúos de escritores para esclarecer la alquimia por la que dos “yo” devienen en un “nosotros” muy distinto. Al revisar esa galaxia de documentos, sobre la marcha, descubrieron que las obras escritas en colaboración hablan con frecuencia de dúos y de dobles, de paternidad y filiación, de amistad y de traición, de propiedad y robo. Un breve repaso por los hallazgos de tamaña investigación. Las más famosas novelas de Alexandre Dumas primero fueron escritas por Auguste Maquet. El marxismo es una “invención” de Friedrich Engels. Durante su viaje por Bretaña con Maxime du Camp, Flaubert “encontró” a Madame Bovary. El capitán Nemo es un homenaje a Jules Hertzel, el editor sin el cual los Viajes extraordinarios, de Jules Verne, nunca hubiera existido. A André Breton, padre del movimiento surrealista, le gustaba distinguir, línea por línea, en Los campos magnéticos, las frases de Philippe Soupault, el coautor del libro, y las suyas. Honorio Bustos Domecq, el “tercer hombre” surgido de la amistad de Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, disimula en su grandilocuencia una verdadera poética de la escritura a dúo. El matrimonio compuesto por Julio Cortázar y Carol Dunlop fijó las reglas de un juego, que conjugó viaje y escritura, en Los autonautas de la cosmopista.

El hombre de genio no roba, conquista

Intimidado y deslumbrado por Dumas padre, Maquet se conformó con aportar su trabajo al más famoso autor de su tiempo. De esta asociación saldrían 17 novelas, en cuya lista hay varias obras maestras: Los tres mosqueteros, El conde de Montecristo, La reina Margot y La guerra de las mujeres, entre otras. Gracias a Gustave Simon, autor de Historia de una colaboración, Alexandre Dumas y Auguste Maquet, primer ensayo consagrado por entero a un dúo de escritores, se conoce el funcionamiento de la pareja. “En general, era Maquet quien tomaba la iniciativa; tenía la ciencia de construir los esquemas argumentales. Dumas le enviaba observaciones o le sugería alguna idea o algún desarrollo que se le ocurría, o bien intercalaba él mismo algún episodio, advirtiéndoselo a su colaborador.” Los “robos” de Dumas a escritores vivos o muertos, franceses o extranjeros, nunca turbaron su conciencia. Siempre profesó una teoría del derecho al plagio. “Son los hombres los que inventan, no el hombre. Cada cual toma cosas conocidas por sus padres, las pone en acción por medio de combinaciones nuevas y después muere tras haber agregado algunas parcelas a la suma de conocimientos. En cuanto a la creación completa de una cosa, la creo imposible –decía el escritor–. Dios mismo, cuando creó al hombre, no pudo o no se atrevió a inventarlo: lo hizo a su imagen.” A partir de la publicación en paralelo de los textos de Maquet y el de Dumas de una famosa escena de Los Tres Mosqueteros, la de la muerte de Milady, Simon extrae la siguiente conclusión: “No le quitemos a Dumas lo que le corresponde. Modificó el orden de algunos capítulos, agregó algunos desarrollos, pero fue Maquet quien concibió y llevó adelante la novela”. Lafon y Peeters plantean sus objeciones citando al propio Simon. “Los dos hombres se identificaban de modo tan completo que se confundían la manera y el estilo.” Ninguno de los diferentes convenios firmados por Dumas y Maquet fue verdaderamente respetado. Dumas firmaba solo y cobraba solo. Gastaba por anticipado las sumas cobradas y destinaba a menudo a otros colaboradores más impacientes las cantidades debidas a Maquet.
“Marx y Engels” es la marca de un producto. Los dos nombres se asociaron pero sin que se sepa exactamente de qué índole fue la colaboración. Engels es víctima de una relativa ocultación. Por origen social y trayectoria intelectual, eran dos hombres muy diferentes: Marx fue un producto de la universidad alemana; Friedrich Engels, que no pudo hacer estudios superiores, enfrentó muy temprano las realidades de la condición obrera. Se encontraron por primera vez en París, en agosto de 1844. La primera colaboración, La sagrada familia, fue un violento ataque a las tesis de los hermanos Bauer. Inicialmente concebido como un breve panfleto –Engels había redactado unas páginas y Marx debía completarlas–, el entusiasmo de Marx por el tema lo lanzó a la redacción de un libro entero de veinte capítulos. “No es justo que dejes mi nombre en la tapa –le escribió Engels a Marx–, porque yo apenas si escribí un capítulo y medio.” En septiembre de 1845, ambos se pusieron a redactar La ideología alemana, una larga investigación, que sólo se publicaría póstumamente, elaborada de modo conjunto, en una larga serie de conversaciones.
Aunque el Manifiesto del Partido Comunista es la más célebre de las obras firmadas por ambos, su escritura fue mucho menos conjunta comparada con La ideología alemana. Engels había redactado un primer esbozo, bajo la forma de “catecismo”, con preguntas y respuestas. “Creo que es preferible abandonar la forma de catecismo y titular al folleto Manifiesto comunista –le explicaba Marx en una carta de noviembre de 1847–. Como debemos hablar más o menos de historia, la forma actual no conviene. Llevo el esbozo que hice aquí, quiere ser muy narrativo, pero está muy mal redactado porque lo hice terriblemente rápido.” El texto definitivo fue escrito por Marx sólo durante los últimos días de enero de 1848. La contribución de Engels a la obra común resultará más decisiva después de la muerte de Marx (el 14 de marzo de 1883), que dejó una masa considerable de borradores y de notas que Engels era el único, junto con las dos hijas de Marx, en poder descifrar. Durante los doce años que sobrevivió a su amigo, Engels fue a la vez su incansable defensor, su principal comentador y el editor minucioso de los libros II y III de El capital. “El marxismo no vino al mundo como un producto auténtico del pensamiento de Marx, sino como fruto legítimo del espíritu de Friedrich Engels”, escribió Maximilien Rubel, editor de las obras de Marx en la colección Pléiade. El marxismo, en tanto doctrina, sería una suerte de engelsismo. “Marx mismo había desaconsejado referirse a su nombre en el programa de un nuevo partido inglés. Según él –confesaba Engels–, convenía evitar en un programa político todo lo que dejara ver ‘una dependencia directa de un autor o un libro’.”
Flaubert emprendió un viaje por la Bretaña junto a su inseparable amigo, Maxime du Camp, entre mayo y agosto de 1847. Los incipientes Bouvard y Pécuchet decidieron escribir a dúo el diario de su expedición, Par les champs et par les grèves. Optaron por una distribución en doce capítulos, que respetarían hasta el final del trabajo: Flaubert eligió los impares (del I al XI), Du Camp, los pares (del II al XII). El espacio de la obra coincidía con el espacio y el tiempo del viaje, en un estricto paralelismo entre relato e itinerario. Pero del plan al hecho, hubo mucho trecho. En el camino, no llegaron a redactar más que los dos primeros capítulos, que Flaubert juzgó “débiles”. Seis semanas después del viaje, los dos coautores se reunieron en Croisset, donde siguieron escribiendo en conjunto, pero Flaubert terminaría su primer borrador en enero de 1848, mientras que Du Camp recién puso el punto final en mayo de ese año. ¿Cómo están ligadas sus respectivas contribuciones? En vida de los autores sólo se publicaron algunos fragmentos. Ninguno se tomó el trabajo de editar la obra. En 1973, en las Obras Completas de Flaubert, se publicó la edición integral del texto.
Los campos magnéticos, de André Breton y Philippe Soupault, publicado en 1920 en una tirada de 300 ejemplares, es uno de los textos poéticos más influyentes del siglo XX. La escritura automática fue una experiencia que practicó en un principio Breton solo. Soupault, que nunca llegó a tomarse nada en serio, en especial la literatura, se sumó después. La escritura se prolongó apenas unas pocas semanas, pero fue de una extrema intensidad. Algunos días, trabajaban durante ocho o diez horas seguidas. Sentados uno frente a otro en un café, llenaban decenas de páginas. Al comienzo del libro, aparece un “nosotros” extraño y frágil, imagen perfecta de los poetas exaltados: “Esta noche somos dos frente a este río que desborda nuestra desesperación. No podemos siquiera pensar. Las palabras escapan de nuestras bocas torcidas, y cuando nos reímos los que pasan se vuelven, asustados, y vuelven a sus casas precipitadamente”. Aragon, que insistía en el lazo indisoluble entre la escritura en colaboración y el riesgo representado “por ese libro sin precedente”, señaló que “el hombre cortado en dos” es ante todo un ser bicéfalo. “La mirada doble es lo que les permitió avanzar por un camino donde nadie los había precedido, en las tinieblas donde los dos hablaban en voz alta.” A pesar de que Soupault participó sin reservas en la experiencia, jugando plenamente su papel durante las semanas de escritura intensiva, no parece haberse interesado en la puesta en obra del resultado. La organización del volumen correspondió enteramente a Breton. Para Soupault, arquetipo del colaborador débil, se había tratado de un simple momento.
Borges y Bioy Casares establecieron un sorprendente dispositivo creador: oralidad libre y triunfante, propuestas alternadas, exigencia mutua, permanente derecho de veto, un abandono simultáneo de todo ego, prioridad dada al juego y al placer, risa irreprimible, sacando de quicio a todos los que los rodeaban (Bioy evocaba a menudo la exasperación de su mujer y de sus amigos, que los “veían como dos idiotas”), del mismo modo que sacaron de quicio la literatura. El resultado se tradujo en Seis problemas para don Isidro Parodi (1942, bajo el seudónimo de Honorio Bustos Domecq), Dos fantasías memorables (1946, también firmado por Bustos Domecq), Un modelo para la muerte (1964, bajo el seudónimo de B. Suárez Lynch), Los orilleros y El paraíso de los creyentes (1955, dos guiones cinematográficos), Crónicas de Bustos Domecq (1967, firmado por los nombres de los dos autores) y Nuevos cuentos de Bustos Domecq (1977). El seudónimo dual (formado con el apellido de un bisabuelo de Borges y el de un bisabuelo de Bioy), según analizan Lafon y Peeters, no es la única fantasía propuesta por Seis problemas..., libro que comienza con una “silueta” biobibliográfica del autor imaginario, escrita por una maestra de provincia, y con las “palabras liminares” de un académico grotesco y grandilocuente, Gervasio Montenegro. “La ironía de los dos autores tiene por blanco privilegiado la sociedad y la literatura. La sátira social toca todas las clases, desde las más bajas hasta las más altas”, anotan los escritores franceses.
“Yo había inventado algo que nos parecía un buen argumento para un cuento policial. Una mañana lluviosa, Bioy me dijo que debíamos hacer una prueba. Yo acepté de mala gana y, un poco más tarde, esa misma mañana, la cosa ocurrió. Apareció un tercer hombre, Honorio Bustos Domecq, que se adueñó de la situación. Era el tercer hombre que a la larga terminó dirigiéndonos con mano de hierro. Primero divertidos y luego consternados, vimos cómo –con sus propios caprichos, sus propios juegos de palabras y hasta su propia y rebuscada manera de escribir– se diferenciaba totalmente de nosotros”, recordaba Borges. La inclusión del autor ficticio en el título Crónicas de Bustos Domecq y su intervención como personaje principal coinciden con la desaparición de la apocrifia. Borges y Bioy asumen la paternidad ya en la tapa del libro, donde figuran sus nombres reales. Para ciertos críticos, los rasgos “típicamente borgeanos” que abundan en la primera crónica transforman a ese libro en una creación esencialmente de Borges en la que Bioy no tendría más que un papel secundario. “Esta actitud constituye el mayor contrasentido que se pueda cometer frente a una obra producida en colaboración”, subrayan Lafon y Peeters. Suponer que cada colaborador aporta al texto común su propia temática, sus propios clichés, procede de una visión bastante primaria, en todo caso muy positivista de la escritura en colaboración, aunque más no sea porque anula todas las posibles figuras de intercambio o el homenaje.”
Bioy escribió junto a Silvina Ocampo Los que aman, odian (1946), novela policial de factura clásica; Borges, además de Literaturas germánicas medievales (1966) con María Esther Vásquez, escribió el cuento La hermana de Eloísa junto a Luisa Mercedes Levinson. “Para el club de escritores hedonistas reunidos alrededor de Silvina, Adolfo y Georgie, la colaboración es como la consecuencia visible y previsible de vidas consagradas a las aventuras de la literatura”, sugieren Lafon y Peeters, quienes recuerdan que Silvina y Juan Rodolfo Wilcock publicaron en 1956 una tragedia romana en verso, Los traidores. Esta escritura atípica entre Borges y Bioy, clandestina y rebajada durante mucho tiempo, cuando no ignorada, esta “literatura menor”, en el sentido de Deleuze y Guattari, aparece al fin como uno de los lugares más subversivos y más productivos del espacio literario argentino.
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