“Análisis fragmentario de una histeria”[1]
(1957)
Por Félix Deutsch
En su biografía de Freud, Ernest Jones se refiere al bien conocido caso Dora y a sus diversos síntomas somáticos y mentales. Después de señalar que ella nunca reanudó su análisis de sólo once semanas de duración, menciona que “murió hace algunos años en Nueva York”.
Este hecho despertó mi interés por varias razones. ¿De qué murió Dora? ¿Pudo la intuición de Freud, unida a su penetrante interpretación de sólo dos sueños, realmente iluminar la estructura de la personalidad de esta infortunada niña? Si Freud estuvo acertado, ¿no deberíamos ver en la vida posterior de Dora el impacto de las razones que hicieron que retuviera sus síntomas de conversión? Y, por último –aunque esto no es menos importante– ¿cuánto más avanzados estamos actualmente en nuestra comprensión del “salto de lo mental a lo fisiológico”?
Mi particular curiosidad acerca de la vida posterior de Dora hubiera encontrado desde el comienzo un obstáculo insuperable durante la vida de Freud, debido a la discreción de este último. Freud escribió: “He esperado cuatro años desde el final del tratamiento, y he pospuesto su publicación hasta oír que ha sucedido un cambio de tal índole en la vida de la paciente que me permite suponer que ahora ha disminuido su propio interés en los sucesos y hechos psicológicos.
Es innecesario decir que no ha quedado en el relato ningún nombre que pudiera poner sobre la pista a un lector no médico; y la publicación del caso en un medio puramente científico y técnico debería, aún más, brindar una garantía contra lectores no autorizados. Naturalmente, no puedo evitar que la paciente se sienta apenada si su propia historia clínica llega a sus manos, pero ella no leerá nada en ese trabajo que no sepa ya previamente, y podrá preguntarse quién, además de ella misma, será capaz de descubrir por el trabajo que es de ella de quien se trata”.
Veinticuatro años después del tratamiento de Dora por Freud, sucedió un hecho que aclaró el anonimato del caso a otro analista, sin que Freud lo supiera.
En una nota al pie de su “Adición al análisis fragmentario de una histeria” (1923), Freud escribió: “El problema de la discreción médica, que he discutido en este prefacio, no afecta a los restantes historiales contenidos en este volumen, ya que tres de ellos fueron publicados con el expreso consentimiento de los pacientes (mejor dicho, en el caso de Juanito con el de su padre), mientras que en el cuarto caso (el de Schreber) el sujeto del análisis no fue realmente una persona sino un libro escrito por él. El secreto de Dora fue mantenido hasta este año. Hacía mucho que yo había perdido contacto con ella, cuando hace poco tiempo oí que había enfermado recientemente debido a otras causas, y había confiado a su médico que había sido analizada por mí cuando era joven. Esta confidencia hizo fácil a mi bien informado colega reconocer en ella a la Dora de 1899. Ningún juez cabal de la jerarquía analítica reprochará el hecho de que los tres meses de terapia que ella recibió en aquel entonces no tuvieran más efecto que el alivio de su conflicto actual y que no la protegieran de una posterior enfermedad”.
Freud no reveló el nombre del médico consultado, de acuerdo con el mismo, ya que ello hubiera podido llevar a la revelación de la identidad de la paciente. Ahora que Dora no vive más, puede ser revelado sin transgredir la discreción que protegió su anonimato, por qué la nota de Jones acerca de la muerte de Dora suscitó un especial interés. La razón es que soy yo el médico que en 1922 contó a Freud su encuentro con Dora. Sucedió poco tiempo después de la presentación de mi trabajo “Algunas reflexiones sobre la formación de los síntomas de conversión”, en el Séptimo Congreso Psicoanalítico Internacional en Berlín, en septiembre de 1922, el último al que asistió Freud. Me referí a varios de los puntos de vista expresados en ese trabajo y al misterioso “salto de la mente al soma”, cuando le dije a Freud cómo había tenido lugar mi encuentro con Dora y cómo había sido yo nolens volens {queriéndolo o no}dejado penetrar en el secreto.
En el otoño de 1922 fui consultado por un otorrinolaringólogo acerca de una paciente de él, una mujer casada, de 42 años de edad, que desde hacía un tiempo debía guardar cama debido a acentuados síntomas del síndrome de Meniere: tinitus, disminución de la audición en el oído derecho, mareos e insomnio debido a continuos ruidos en ese oído. Ya que el examen del oído interno, del sistema nervioso y del sistema vascular no mostraban ninguna patología, me preguntaba si un estudio psiquiátrico de la paciente, que se comportaba muy “nerviosamente”, podría quizá dar una explicación a su dolencia.
La entrevista tuvo lugar en presencia de su médico. Su esposo dejó el cuarto poco después de haber escuchado sus quejas y no volvió. La paciente comenzó con una detallada descripción de los inaguantables ruidos que sentía en su oído derecho y de los mareos que tenía cuando movía la cabeza. Dijo haber sufrido desde siempre ataques periódicos de jaqueca en el lado derecho de su cabeza. La paciente comenzó entonces un largo discurso acerca de la indiferencia de su marido respecto a sus sufrimientos, y de lo infortunada que había sido su vida marital. Ahora también su único hijo había comenzado a descuidarla. Había terminado recientemente el Colegio y tenía que decidir si quería continuar con sus estudios. A pesar de eso, a menudo volvía muy tarde a casa por las noches y ella sospechaba que él estaba interesado en las mujeres. Ella lo esperaba escuchando hasta que él volvía a la casa. Esto la llevó a hablar de su propia vida amorosa frustrada y de su frigidez. Un segundo embarazo le había parecido imposible porque no podía resistir los dolores del parto.
Expresó resentida su convicción de que el marido le había sido infiel, que había pensado en divorciarse, pero que no podía decidirse. Llorosamente denunció a los hombres en general por egoístas, pedigüeños y tacaños. Esto la llevó a su pasado. Recordó con gran sentimiento qué cerca había estado siempre de su hermano, que era ahora líder de un partido político y que todavía la visitaba siempre que ella lo necesitaba, en contraste con el padre, que había sido infiel aún a la propia madre. Reprochó a su padre por haber tenido una vez un asunto con una mujer joven casada, con quien ella, la paciente, había trabado amistad, y a cuyos hijos había cuidado durante un tiempo cuando era jovencita. El marido de la mujer le había hecho entonces proposiciones sexuales que ella había rechazado.
Esta historia me resultaba familiar. Mi sospecha de la identidad de la paciente fue pronto confirmada. En el entretiempo, el otólogo había dejado el cuarto. La paciente comenzó a charlar de un modo insinuante, preguntando si yo era analista y si conocía al profesor Freud. Le pregunté a mi vez si ella lo conocía y si él la había tratado alguna vez. Como si hubiera esperado esta pregunta, rápidamente respondió que ella era el caso “Dora”, agregando que no había visto ningún psiquiatra desde su tratamiento con Freud. Mi familiaridad con los escritos de Freud evidentemente creó una muy favorable situación transferencial.
La paciente olvidó hablar acerca de su enfermedad y desplegó gran orgullo porque había escrito de ella como un caso famoso en la literatura psiquiátrica. Después habló de la salud declinante de su padre, que ahora a menudo parecía estar loco. Su madre recientemente había ingresado a un sanatorio para ser tratada de tuberculosis. La paciente sospechaba que su madre podía haberse contagiado la tuberculosis del padre, quien, según ella recordaba, había padecido esta enfermedad cuando niño. Aparentemente había olvidado el episodio sifilítico de su padre, mencionado por Freud, quien lo consideraba en general una predisposición constitucional y un “muy importante factor en la etiología de la constitución neuropática en los niños”. También la paciente expresó preocupación por sus ocasionales resfríos y dificultades respiratorias, así como por sus ataques matutinos de tos, que atribuía a su excesivo fumar durante los últimos años. Como si quisiera hacer más aceptable esto último, dijo que su hermano también tenía el mismo hábito.
Cuando le solicité que bajara de la cama y caminara por la habitación, lo hizo con una ligera renguera de la pierna derecha. Preguntada acerca de ello, no pudo dar ninguna explicación. La tenía desde la infancia, pero no siempre se notaba. Después discutió la interpretación de Freud de sus dos sueños y me pidió una opinión acerca de ella. Cuando me aventuré a conectar su síndrome de Meniere con su relación con su hijo y su continuo escuchar para oír cuando él volvía de sus excursiones nocturnas, pareció aceptar mi interpretación y solicitó otra consulta conmigo.
La próxima vez que la vi ya no estaba más en cama y manifestó que sus “ataques” habían terminado. Los síntomas del síndrome de Meniere habían desaparecido. Nuevamente descargó una gran cantidad de sentimientos hostiles contra su marido y aludió especialmente al asco que ella tenía hacia la vida marital. Describió sus dolores premenstruales y su flujo vaginal después de la menstruación. Después habló principalmente de su relación su madre, de su infeliz niñez a causa de la exagerada tendencia a la limpieza de su madre, de sus anonadantes compulsiones a lavarse y de su falta de afecto por ella. La única preocupación de la madre había sido su propia constipación, y la paciente también ahora sufría de constipación. Finalmente, habló con orgullo de la carrera de su hermano y de su temor de que su hijo no siguiera esas huellas. Cuando la dejé, me agradeció elocuentemente y prometió llamarme si llegaba a sentir la necesidad. No volví a oír hablar de ella. Su hermano me llamó varias veces después de mi contacto con ella, y expresó su satisfacción por su rápida recuperación. El estaba muy preocupado por el continuo sufrimiento de su hermana y por las discordias que ella tenía con el marido y con la madre. Admitió que era difícil llevarse bien con la hermana, debido a que ella desconfiaba de la gente y trataba de hacer disgustar a los demás entre sí. El me quiso ver en mi consultorio, lo que yo decliné en vista de la mejoría de Dora.
Es fácilmente comprensible que esta experiencia me hizo comparar el cuadro clínico de esta paciente con el que Freud describió en su breve análisis veinticuatro años antes, cuando ella tenía dieciocho. Es notorio que el destino de Dora siguió el curso que Freud predijo. Según él “… el tratamiento del caso y consecuentemente mi insight de los complejos elementos que lo componen, es fragmentario. Hay por lo tanto muchas preguntas para las que no tengo respuesta o para las que sólo tengo indicios y conjeturas”. Estas consideraciones, sin embargo, no alteraron su concepto básico de que “… la mayoría de los síntomas histéricos, cuando llegan a su total desarrollo, representan una situación imaginada de la vida sexual”. Fuera de duda, la actitud de Dora hacia la vida conyugal, su frigidez y su asco hacia la heterosexualidad llevan impresos el concepto de Freud del desplazamiento, que describió en los siguientes términos: “Puedo llegar a la siguiente derivación para los sentimientos de asco. Tales sentimientos parecen ser originariamente una reacción al olor (y posteriormente también a la vista) de excrement0o. Pero los genitales pueden actuar recordando las funciones excrementicias”.
Freud corroboró este concepto posteriormente, en sus notas acerca de un caso de neurosis obsesiva, refiriéndose a su paciente como un renifleur (olfateador), que era más susceptible a las sensaciones olfatorias que la mayoría de la gente. Freud agrega en una nota que el paciente “en su niñez había tenido fuertes tendencias coprofílicas. En conexión con esto ya hemos señalado su erotismo anal”.
Podemos preguntarnos si, aparte de los sentidos del olfato, gusto y visión, había involucradas otras modalidades sensoriales en el procesos de conversión que padecía Dora. Ciertamente, el aparato auditivo desempeñó un papel importante en el síndrome de Meniere. De hecho, ya Freud se refirió a la disnea de Dora como condicionada, aparentemente, por su escuchar, cuando niña, los ruidos del dormitorio de sus padres, adjunto al suyo. Este “escuchar” se encontraba repetido en la expectativa con que escuchaba las pisadas del hijo cuando éste volvía al hogar por la noche, con posterioridad a cuando Dora comenzó a sospechar que el hijo estaba interesado en mujeres.
En lo que respecta al tacto, Dora ya había mostrado su represión en su contacto con el señor K. cuando éste la abrazó y cuando ella se comportó como sino hubiera notado el contacto con sus genitales. Ella no pudo negar el contacto en sus labios cuando el señor K. la besó, pero se defendió contra el efecto de este beso negando su propia excitación sexual y su reconocimiento de los genitales del señor K., que rechazó con asco.
Debemos recordar que en 1894, Freud propuso el nombre de “conversión” a una defensa, cuando llegó al concepto de que “… en la histeria, una idea insoportable es transformada en inocua transmutando la cantidad de excitación adherida a ella en una forma corporal de expresión”. Antes aún, en colaboración con Breuer, lo formuló así: “El aumento del total de excitación tiene lugar a lo largo de las vías sensoriales y la disminución a lo largo de las motoras. (…) Si no hay, sin embargo, reacción alguna a un trauma psíquico, el recuerdo de éste retiene el afecto que tenía originariamente”. Esto es cierto todavía hoy.
Muchos años pasaron durante los cuales el Yo de Dora continuó con una terrible necesidad de defenderse de sus sentimientos de culpa. Sabemos que trató de lograrlo a través de una identificación su madres que sufría de una “neurosis de ama de casa”, que consistía en un lavado obsesivo y otras formas de limpieza excesiva. Dora no sólo se parecía a ella físicamente sino también en este aspecto. Ella y su madre no sólo veían suciedad alrededor de ellas, sino también dentro de sí mismas. Ambas sufrían de flujo vaginal cuando Freud trató a Dora, y lo mismo sucedía cuando yo la vi.
Es sorprendente que el arrastre del pie, que Freud observó cuando la paciente tenía dieciocho años, haya persistido veinticinco años. Freud señaló que un síntoma de este tipo sólo puede producirse cuando tiene un “prototipo infantil”. Dora se había torcido el tobillo cuando era niña, al resbalar por un escaló cuando bajaba una escalera. El pie se la había hinchado, le fue vendado y Dora tuvo que guardar cama algunas semanas. Parece que un síntoma tal puede persistir toda la vida, siempre que sea necesario usarlo para expresar displacer somáticamente. Freud siempre se adhirió al “concepto de las reglas biológicas” y consideró al displacer “… como almacenado para su protección. La complacencia somática, orgánicamente predeterminada, allana el camino a la descarga de una excitación inconsciente”.
La importancia de la afirmación de Freud, de que “… parece que es mucho más dificultoso crear una conversión nueva que formar caminos asociativos entre un nuevo pensamiento que necesita descargarse y uno antiguo que ya no necesita hacerlo”, no puede ser excesivamente enfatizada. La conclusión de algún modo fatalista que uno puede inferir de la personalidad de Dora, que veinticinco años más tarde se manifestó tal como Freud lo había visto y pronosticado, es que ella no pudo escapar a su destino. Sin embargo, esta afirmación necesita alguna calificación. Freud mismo expresa muy claramente que él no publicó el caso “para demostrar la realidad del valor de la terapia psicoanalítica” y que la brevedad del tratamiento (que duró menos de tres meses) fue sólo una de las razones que impidieron una mejoría más duradera de las dolencias de Dora. Aún si Freud hubiera hecho ya en esa época sus descubrimientos sobre la neurosis transferencial y la elaboración, Dora no hubiera podido beneficiarse con ellos, ya que inesperadamente interrumpió el tratamiento “sin la menor duda [como] un acto de venganza de su parte. Su propósito de autodañarse también se satisfizo con esta acción”.
Han pasado más de treinta años desde mi visita al lecho de enferma de Dora. De no ser por la nota del doctor Jones acerca de su muerte en Nueva Cork, que me ayudó a obtener mayor información respecto de la última parte de su vida, no hubiera sabido más de ella. Obtuve entonces de un informante los datos adicionales pertinentes acerca de Dora y su familia que transcribo aquí.
Su hijo la trajo de Francia a los Estados Unidos. Contrariamente a lo que ella esperaba, el hijo triunfó en la vida como un renombrado músico. Dora se aferró a él con los mismos reproches y exigencias que había hecho a su esposo, que había muerte de una enfermedad coronaria, desdeñado y torturado por la conducta casi paranoide de ella. De un modo bastante extraño, sin embargo, prefirió morir, según mi informante, a divorciarse. Sin la menor duda, sólo un hombre de este tipo pudo haber sido elegido por Dora como marido. Cuando se analizaba había dicho claramente: “Los hombres son tan detestables que preferiría no casarme. Esta es mi venganza”. Así que su casamiento sólo había servido para cubrir su aversión a los hombres.
Tanto ella como su esposo habían sido arrojados de Viena durante la Segunda Guerra Mundial y emigraron inicialmente a Francia. Antes de esto ella había sido tratada repetidamente por sus bien conocidos ataques de jaqueca y de tos, y su ronquera, que Freud había interpretado analíticamente cuando ella tenía dieciocho años. Al comienzo de la década del treinta, después de la muerte de su padre, Dora comenzó a sufrir palpitaciones cardíacas, que fueron atribuidas a su excesivo fumar. Reaccionaba a esas sensaciones con ataques de ansiedad y temor de morir. Esta dolencia mantenía a todos lo que la rodeaban en un estado de continua alarma y Dora utilizaba esto para hacer enfrentar amigos y parientes entre sí. Su hermano, también “fumador en serie”, murió mucho más tarde de una enfermedad coronaria en París, adonde había escapado después de pasar por muy azarosas circunstancias. Fue enterrado allí con los más altos honores.
La madre de Dora murió de tuberculosis en un sanatorio. Me enteré por mi informante que ella había padecido esa enfermedad en su juventud. Ella se condujo a sí misma a la tumba a través de su interminable y permanente compulsión a la limpieza cotidiana, un trabajo que nadie podía realizar a su entera satisfacción. Dora siguió sus huellas pero dirigió su compulsión principalmente a su propio cuerpo. Como su flujo vaginal persistiera, se sometió a varias operaciones ginecológicas menores. Su incapacidad para “limpiar sus intestinos”, su constipación, fue un problema hasta el final de su vida. Estando acostumbrada a este trastorno de sus intestinos, aparentemente lo trató como un síntoma familiar hasta que se transformó en algo más que un síntoma de conversión. Su muerte, debida un cáncer de colon, diagnosticado demasiado tarde para operarlo con éxito, pareció una bendición a todos aquellos que estaban cerca de ella. Dora había sido, en las palabras de mi informante, “una de las histéricas más repulsivas” que había conocido.
Los datos adicionales sobre Dora que aquí han sido presentados no son más que una nota a la “Adición” (postcripto) de Freud. Espero que el presentarlos ahora pueda estimular la reconsideración y la discusión del grado en que el concepto de proceso de conversión, en el sentido que le dio Freud, es todavía válido, o si no, en qué aspectos difiere de nuestra actual comprensión de él.
[1] Publicado originalmente en The Psychoanalytic Quarterly, 1957, XXVI. Versión española en Revista de Psicoanálisis, 27, nº 3, 1970, p. 595