Dice Georges Steiner: “Platón, escritor de genio, propugna en Fedro y en la Carta VII la oralidad. Sólo la palabra hablada y el cara a cara pueden sonsacar la verdad y, a fortiori, garantizar la enseñanza honrada... La escritura induce un descuido, una atrofia de las artes de la memoria... La escritura detiene, inmoviliza el discurso... La palabra escrita no escucha a quien la lee. No tiene en cuenta sus preguntas y objeciones... La enseñanza oral, por otra parte, florece con los errores creativos, con los recursos de la enmienda y la refutación... «Un buen maestro, pero no publicó»: éste es el final de un macabro chiste de Harvard sobre Jesús de Nazaret y su falta de condiciones para ser profesor titular. Ni Sócrates ni Jesús confían sus enseñanzas a la palabra escrita”[i].
Es el turno, ahora, de Roland Barthes: “Hablamos, nos graban, secretarias diligentes escuchan nuestras frases, las depuran, las transcriben, las subrayan, extraen una primera versión que nos presentan para que las limpiemos de nuevo antes de entregarla a la publicación, al libro, a la eternidad. ¿No acabamos de asistir al «aseo del muerto»? Embalsamamos nuestra palabra como a una momia, para hacerla eterna. Porque tenemos que durar un poco más que nuestra voz; estamos obligados, por la comedia de la escritura a inscribirnos en alguna parte”[ii].
Linda conversación, interminable quizás, o inabarcable. Si se hubiera producido realmente, nadie habría dudado un instante en poner un grabador sobre la mesa, desgrabarla y publicarla, aún al costo de traicionar al asunto en cuestión.
De hecho, en nuestro mundo del psicoanálisis, la conversación se convierte en polémica: hay quienes sólo reconocen estatuto de obra a los “Escritos” lacanianos y deniegan creencia a todas las versiones del “Seminario”. Otros dicen que el verdadero trabajo de enseñanza y transmisión de Jacques Lacan fue construido paso a paso los miércoles a la mañana durante veinticinco años y que los “Escritos” son una especie de joke incomprensible del excéntrico francés.
La realidad es que los grabamos y nos grabamos, y que mucho de lo que se publica en nuestro medio tiene origen oral. Soy consciente de que mi opinión al respecto no le importaría a nadie y por eso no voy a pronunciarme. En contrapartida, estimado lector, le propongo un ejercicio.
Tome usted un ejemplar del reciente “¿Qué se espera del psicoanálisis y del psicoanalista?” de Colette Soler, publicado hace pocos meses por Letra Viva aquí, en Buenos Aires. Desde su portada advertirá que se trata de una serie de seminarios y conferencias pronunciados en nuestro país, en español, por la psicoanalista francesa. Si acaso dispusiera usted del tiempo necesario para recorrer sus doscientas sesenta y nueve páginas, seguramente advertirá que –más allá de la diversidad de problemas y cuestiones que en ellas se abordan– hubiera sido una injusticia no publicarlas. Es cierto que los responsables del proyecto de edición del material, intentamos mantener, en la medida de lo posible, su oralidad. También es cierto que el libro finaliza con un escrito que, además de romper la serie, produce un extraño efecto de extimidad.
Quizás la introducción del neologismo “narcinismo” hubiera sido suficiente excusa para la publicación del texto. Podría pensarse que no, y que la justificación hubiera exigido incluir que el texto realiza un recorrido maravilloso por lo que la autora denomina “la Deología” de Freud y de Lacan. Pero alguien podría creer que el abordaje de la clínica de la destitución subjetiva daba la estocada final y que allí sí se afirmaba la necesariedad del texto. De cualquier modo, siempre nos hace falta preguntarnos qué se espera del psicoanálisis y del psicoanalista ahora que –sabemos por este libro– el acto analítico es profundamente anticapitalista. Entonces, el síntoma-padre, el amor-síntoma, la histeria y el rechazo del inconsciente, podrían releerse a la luz de las declinaciones de la angustia. Y algún otro, que aquel 16 de diciembre del ’98 hubiera estado entre la muchedumbre del aula 23 de la Facultad de Psicología de la UBA, habría sostenido que la conferencia de “Los usos del saber” era el mejor argumento posible a favor de aquel libro.
Para mí, algo quedaba claro: más allá de las fechas y de los lugares, Colette Soler anunciaba cada vez y articulado al asunto que fuera, que Encore daba cierta clave para leer un giro en la enseñanza de Lacan; y que si algo se espera de nosotros y de nuestra práctica clínica hace falta considerar esa maniobra que habilita al significante como la causa del goce.
Entonces, estimado lector, si luego de la lectura persiste en usted el sentimiento despertado por mis citas iniciales, puede –como yo lo hice– tomar un bolígrafo y escribir en la tapa, al lado de la figurita de la banda de Moebius: “esto no es un libro”.
PP.
[i] Steiner, G. “Lecciones de los maestros” (2003), Siruela/FCE, México, 2004, pp. 38-40.
[ii] Barthes, R. “Del habla a la escritura” (1974), en “El grano de la voz”, Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2005, p. 9.