miércoles, 12 de diciembre de 2007

Marqués de Sade. "Franceses: un esfuerzo más si queréis ser republicanos"


He aquí el opúsculo que el divino Marqués escondiera en su "Filosofía en el tocador".

Más de un francés se caería de bruces ante estas páginas.

Disfrútenlas.

PP

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FRANCESES, UN ESFUERZO MÁS
SI QUERÉIS SER REPUBLICANOS, por Donatien Alphonse François de Sade.
(1795)

La religión
Vengo a ofrecer grandes ideas; las escucharán, serán pensadas; si no todas agradan, al
menos algunas quedarán; habré contribuido algo al progreso de las luces, y con ello quedaré
satisfecho. No lo oculto, veo con pena la lentitud con que tratamos de llegar a la meta;
con inquietud siento que estamos en vísperas de no alcanzarla una vez más. ¿Cree alguien
que esa meta se alcanza cuando nos hayan dado leyes? Que nadie lo crea. ¿Qué
haríamos con las leyes, sin religión? Necesitamos un culto, y un culto hecho para el carácter
de un republicano, muy alejado de poder continuar el de Roma. En un siglo en que
estamos tan convencidos de que la religión debe apoyarse en la moral, y no la moral en la
religión, se necesita una religión que vaya con las costumbres, que sea algo así como su
desarrollo, como su necesaria secuela, y qué, elevando el alma, pueda mantenerla perpetuamente
a la altura de esa libertad preciosa que constituye hoy día su único ídolo. Ahora
bien, yo pregunto si puede suponerse que la de un esclavo de Tito, la de un vil histrión
de Judea, puede convenir a una nación libre y guerrera que acaba de regenerarse. No,
compatriotas míos, no, no lo creáis. Si, por desgracia para él, el francés volviera a sepultarse
en las tinieblas del cristianismo, por un lado el orgullo, la tiranía y el despotismo
de los sacerdotes, vicios que siempre renacen en esa horda impura; por otro la bajeza,
la estrechez de miras, la insulsez de los dogmas y de los misterios de esa indigna y
fabulosa religión, debilitando la altivez del alma republicana, la pondrían pronto bajo el
yugo que su energía acaba de romper.
No perdamos de vista que esta pueril religión era una de sus mejores armas en manos
de nuestros tiranos: uno de sus primeros dogmas era dar al César lo que es del César,-
pero nosotros hemos destronado a César y no queremos darle nada. Franceses, sería vano
jactarse de que el espíritu de un clero que ha jurado la constitución no es el de un
clero refractario; siempre hay vicios de estado que nunca pueden corregirse. Antes de
diez años, en medio de la religión cristiana, de su superstición, de sus prejuicios,
vuestros sacerdotes, pese a su juramento, pese a su pobreza, volverían a poseer el imperio
de las almas que habían invadido; volverían a encadenaros a los reyes, porque el poder
de éstos siempre apuntaló el de aquéllos, y vuestro edificio republicano, falto de
bases, se derrumbaría.
Oh, vosotros que tenéis la hoz en la mano, propinad el último golpe al árbol de la superstición:
no os contentéis con podar las ramas: desarraigad por entero una planta cuyos
efectos son tan contagiosos; debéis estar totalmente convencidos de que vuestro
sistema de libertad y de igualdad contraría demasiado abiertamente a los ministros de
los altares de Cristo para que haya alguna vez uno solo que la adopte de buena fe o no
busque con moverlo si consigue recuperar algún dominio sobre las conciencias. ¡Qué
sacerdote, comparando el estado a que acaban de reducirle con el que antes gozaba, no
ha de hacer cuanto de él dependa para recuperar no sólo la confianza, sino también la
autoridad que le han hecho perder? ¿Y cuántos seres débiles y pusilánimes no se volverán
pronto esclavos de este ambicioso tonsurado? ¿Por qué no se piensa que los inconvenientes
que han existido pueden renacer aún? En la infancia de la Iglesia cristiana,
Vieran los sacerdotes lo que son hoy? Ya veis adónde habían llegado; sin embargo,
quién los había conducido allí? ¿No fueron los medios que les proporcionaba la religión?
Ahora bien, si no la prohibís completamente, a esa religión y a quienes la predican,
contando siempre con los mismos medios llegarán pronto al mismo fin.
Aniquilad, pues, para siempre todo lo que un día puede destruir vuestra obra. Pensad
que estando el fruto de vuestros trabajos reservado sólo a vuestros nietos, es deber
vuestro, probidad vuestra, no dejar ni uno de estos gérmenes peligrosos que podrían
volverles a sumir en el caos de que con tanto esfuerzo hemos salido. Ya se disipan
nuestros prejuicios, ya el pueblo abjura los absurdos católicos; ha suprimido los templos,
ha derribado los ídolos, está decidido a que el matrimonio sea sólo un acto civil;
los confesionarios rotos sirven en los fogones públicos; los pretendidos fieles, al desertar
del banquete católico, dejan los dioses de harina a los ratones. Franceses, no os detengáis:
Europa entera, con una mano puesta en la venda que fascina sus ojos, espera de
vosotros el esfuerzo que debe arrancarla de su frente. Daos prisa: no deis a la santa
Roma, que se agita en todas direcciones para reprimir vuestra energía, el tiempo de conservar
quizás algunos prosélitos. Golpead sin miramientos su cabeza altiva y temblorosa,
y que antes de dos meses el árbol de la libertad, dando sombra a los despojos de la
cátedra de san Pedro, cubra con el peso de sus ramas victoriosas todos estos despreciables
ídolos del cristianismo, descaradamente alzados sobre las cenizas tanto de los Catones
como de los Brutos.
Franceses, os lo repito, Europa espera de vosotros verse libre a un tiempo del cetro y
del incensario. Pensad que es imposible librarla de la tiranía monárquica sin romper al
mismo tiempo los frenos de la superstición religiosa: los lazos de la una están demasiado
íntimamente ligados a la otra para que, si dejáis subsistir una de las dos, no volváis a
caer pronto bajo el imperio de lo que habríais descuidado disolver. No es ni ante las rodillas
de un ser imaginario ni ante las de un vil impostor ante lo que un republicano debe
arrodillarse; sus únicos dioses deben ser ahora el valor y la libertad. Roma desapareció
cuando se predicó el cristianismo, y Francia está perdida si en ella se lo venera todavía.
Examinad con atención los dogmas absurdos, los misterios espantosos, las ceremonias
monstruosas, la moral imposible de esa repugnante religión, y ved si puede convenir a
una república. ¿Creéis de buena fe que me iba a dejar yo dominar por la opinión de un
hombre al que acabo de ver a los pies del imbécil sacerdote de Jesús? ¡No, desde luego
que no! Ese hombre, siempre vil, tenderá siempre, por su bajeza de miras, a las atrocidades
del antiguo régimen; desde el momento en que ha podido someterse a las estupi-
deces de una religión tan insulsa como teníamos la locura de admitir, ya no puede ni
dictarme leyes ni transmitirme luces; no le veo más que como un esclavo de los prejuicios
y de la superstición.
Pongamos los ojos, para convencernos de esta verdad, sobre los pocos individuos que
permanecen adictos a ese culto insensato de nuestros padres; veremos entonces si no
son todos enemigos irreconciliables del sistema actual, veremos si no es en su número
donde está totalmente comprendida esa casta, tan justamente despreciada, de realistas y
de aristócratas. Que el esclavo de un bergante coronado se arrodille, si quiere, a los
pies de un ídolo de pasta: ese objeto está hecho para su alma de barro; ¡quien puede
servir a reyes debe adorar a dioses! Pero nosotros, franceses, nosotros, compatriotas
míos, nosotros, ¿arrastrarnos todavía humildemente bajo frenos tan despreciables? ¡Antes
morir mil veces que ser esclavos de nuevo! Puesto que creemos necesario un culto,
imitemos el de los romanos: las acciones, las pasiones, los héroes, esos sí que eran objetos
respetables. Tales ídolos sublimaban el alma, la electrizaban; hacían más: le comunicaban
las virtudes del ser respetado. El adorador de Minerva quería ser prudente.
El valor estaba en el corazón de aquél al que se veía a los pies de Marte. Ni un solo dios
de estos grandes hombres estaba privado de energía; todos transmitían el fuego en que
ellos mismos se abrasaban al alma de quien los veneraba; y como tenían la esperanza de
ser adorados también ellos un día, aspiraban a volverse al menos tan grandes como
aquellos a los que tomaban por modelo. ¿Qué encontramos en cambio en los vanos dioses
del cristianismo? ¿Qué os ofrece, pregunto, esa imbécil religión? El insulso impostor
de Nazaret 9 ¿provoca en vosotros el nacimiento de alguna gran idea? Su sucia y
repugnante madre, la impúdica María, ¿os inspira algunas virtudes? ¿Y encontráis en
los santos con que han adornado su Elíseo algún modelo de grandeza, o de heroísmo, o
de virtudes? Es tan cierto que esa estúpida religión no presta nada a las grandes ideas,
que ningún artista puede emplear sus atributos en los monumentos que alza; en Roma
mismo, la mayoría de los adornos y ornamentos del palacio de los papas tiene sus modelos
en el paganismo, y, mientras el mundo subsista, sólo él encenderá el verbo de los
grandes hombres.
¿Será en el teísmo puro donde encontraremos más motivos de grandeza y de elevación?
¿Será en la adopción de una quimera que, dando a nuestra alma ese grado de
energía esencial a las virtudes republicanas, llevará al hombre a amarlas o a practicarlas?
Ni lo soñéis; estamos de vuelta de ese fantasma, y ahora el ateísmo es el único
sistema de todas las personas que saben razonar. A medida que las luces ilustran se ha
comprendido que, por ser inherente el movimiento a la materia, el agente necesario para
imprimir ese movimiento se convertía en un ser ilusorio y que, por tener que estar todo
cuanto existe en movimiento por esencia, el motor era inútil; se ha comprendido que
ese dios quimérico, prudentemente inventado por los primeros legisladores, no era entre
sus manos sino otro medio más para encadenarnos y que, reservándose el derecho de
hacer hablar sólo ellos a ese fantasma, podían muy bien hacerle decir sólo aquello que
apoyaba las leyes ridículas con que pretendían esclavizarnos. Licurgo, Numa, Moisés,
Jesucristo, Mahoma, todos esos grandes bribones, todos esos grandes déspotas de nuestras
ideas, supieron asociar las divinidades que fabricaban a su desmesurada ambición,
y seguros de cautivar a los pueblos con la sanción de tales dioses, tuvieron -cuidado
siempre, como se sabe, de interrogarlos sólo a propósito, o de hacerles responder únicamente
aquello que creían que podía servirles.
Despreciemos por tanto hoy día tanto el vano dios que los impostores han predicado
como todas las sutilezas religiosas que se desprenden de su ridícula adopción; no es con
ese sonajero como se puede divertir ya a hombres libres. Que la extinción total de los
cultos figure, por lo tanto, en los principios que propaguemos a toda Europa. No nos
contentemos con romper los cetros, pulvericemos por siempre los ídolos: no hubo nunca
más que un paso de la superstición a la realeza. Indudablemente hubo de ser así,
puesto que uno de los primeros artículos de la consagración de los reyes era siempre el
mantenimiento de la religión dominante como una de las bases políticas que mejor debían
sostener su trono. Pero, desde el momento en que ese trono ha sido abatido, desde
que lo ha sido felizmente para siempre, no temamos extirpar de igual modo lo que constituía
su sostén.
Sí, ciudadanos, la religión es incoherente con el sistema de la libertad; lo habéis notado.
El hombre libre jamás se inclinará ante los dioses del cristianismo; jamás sus dogmas,
jamás sus ritos, sus misterios o su moral convendrán a un republicano. Un esfuerzo
más; puesto que trabajáis por destruir todos los prejuicios, no dejéis subsistir ninguno,
porque basta uno sólo para volver a traerlos todos. ¡Y cuánto más seguros no debemos
estar de su retorno si el que dejáis vivir es positivamente la cuna de todos los demás!
Basta de creer que la religión pueda ser útil al hombre. Tengamos buenas leyes, y
podremos prescindir de la religión. Pero se necesita una para el pueblo, dicen; lo divierte,
lo contiene. ¡En buena hora! Dadnos pues, en ese caso, la que conviene a los hombres
libres. Devolvednos los dioses del paganismo. De buena gana adoraremos a Júpiter,
a Hércules o a Palas; pero ya no queremos al fabuloso autor de un universo que se
mueve por sí mismo; no queremos ya a un dios sin extensión y que, sin embargo, llena
todo con su inmensidad, un dios todopoderoso que no cumple nunca lo que desea, un
ser soberanamente bueno que no hace más que descontentos, un ser amigo del orden y
por cuyo gobierno todo está en desorden. No, no queremos ya un dios que perturba la
naturaleza, que es el padre de la confusión, que mueve al hombre en el momento en que
el hombre se entrega a los horrores; tal dios nos hace estremecernos de indignación, y
lo relegamos por siempre al olvido, del que el infame Robespierre ha querido sacarlo.
Franceses; sustituyamos ese indigno fantasma por los imponentes simulacros que
hacían a Roma dueña del universo; tratemos a todos los ídolos cristianos como hemos
tratados a los de nuestros reyes. Hemos vuelto a poner los emblemas de la libertad sobre
las bases que sostenían antaño a los tiranos; reedifiquemos igualmente la efigie de
los grandes hombres sobre los pedestales de esos polizontes adorados por el cristianismo.
Dejemos de temer el efecto del ateísmo en nuestros campos; ¿no han sentido los
campesinos necesidad del aniquilamiento del culto católico, tan contradictorio con los
verdaderos principios de la libertad? ¿No han visto sin temor, y sin dolor, derrocar sus
altares y sus presbiterios? ¡Ah! Creed que del mismo modo renunciarán a su ridículo
dios. Las estatuas de Marte, de Minerva y de la Libertad serán colocadas en los lugares
más ostentosos de sus casas; allí celebrarán una fiesta todos los años; se otorgará la corona
cívica al ciudadano que más lo haya merecido de la patria. A la entrada de un bosque
solitario, Venus, el Himeneo y el Amor, levantados bajo un templo agreste, recibirán
el homenaje de los amantes; será allí donde, por la mano de las Gracias, la belleza
coronará a la constancia. No bastará con amar para ser digno de esta corona, será preciso
haber merecido serlo: el heroísmo, los talentos, la humanidad, la grandeza de alma,
un civismo a toda prueba, éstos son los títulos que se verá obligado a poner el amante a
los pies de su amada, y valdrán más que los del nacimiento y de la riqueza que un tonto
orgullo exigía antaño. Por lo menos, de ese culto saldrán algunas virtudes, mientras que
del que hemos tenido sólo nace la debilidad de profesar crímenes. Este culto se aliará
con la libertad a que servimos; la animará, la mantendrá, la encenderá, mientras que el
teísmo es por esencia y por naturaleza el enemigo más mortal de la libertad a que nosotros
servimos. ¿Costó una gota de sangre cuando los ídolos paganos fueron destruidos
en el Bajo Imperio? La revolución, preparada por la estupidez de un pueblo esclavizado,
se realizó sin el menor obstáculo. ¿Cómo podemos temer que la obra de la
filosofía sea más penosa que la del despotismo? Son únicamente los sacerdotes los que
todavía encadenan a los pies de su quimérico dios a este pueblo que tanto teméis iluminar;
alejadlos de él y el velo caerá naturalmente. Creed que ese pueblo, mucho más sabio
de lo que imagináis, liberado de los hierros de la tiranía, lo estará muy pronto de los
de la superstición. Vosotros lo teméis si no tiene ese freno: ¡qué extravagancia! ¡Ah!
¡Creedlo, ciudadanos, aquel a quien la espada material de las leyes no detiene tampoco
se detendrá por el temor moral de los suplicios del infierno, de los que se burla desde su
infancia. En una palabra, vuestro teísmo ha hecho cometer muchas fechorías, pero jamás
ha evitado una sola. Si es cierto que las pasiones ciegan, que su efecto es tender
ante nuestros ojos una nube que nos oculte los peligros de que están rodeadas, ¿cómo
podemos suponer que los que están lejos de nosotros, como lo están los castigos anunciados
por vuestro dios, puedan llegar a disipar esa nube que no disuelve siquiera la espada
de las leyes, siempre suspendida sobre las pasiones? Por tanto, si está demostrado
que este suplemento de frenos impuesto por la idea de un dios se vuelve inútil, si está
probado que es peligroso por sus demás efectos, pregunto: ¿para qué puede, pues, servir,
y en qué motivos hemos dé apoyarnos para prolongar su existencia? ¿Se me dirá
que no estamos bastante maduros para consolidar aún nuestra revolución de una manera
tan manifiesta? ¡Ah, conciudadanos míos, el camino que hemos recorrido desde el 89
era de otro tipo de dificultades que el que nos queda por recorrer, y hemos de trabajar
sobre la opinión, para lo que os propongo, mucho menos de lo que la hemos atormentado
en todos los sentidos desde la época de la caída de la Bastilla. Creemos que un pueblo
lo bastante prudente, lo bastante valiente para conducir a un monarca impúdico desde
la cima de las grandezas a los pies del cadalso; que un pueblo que en estos pocos
años ha sabido vencer tantos prejuicios, que ha sabido romper tantos frenos ridículos, lo
será de sobra para inmolar, para bien y prosperidad de la república, un fantasma mucho
más ilusorio de lo que podía serlo el de un rey.
Franceses, vosotros daréis los primeros golpes; vuestra educación nacional hará el
resto; pero pongámonos pronto a la tarea; que se convierta en uno de vuestros cuidados
prioritarios; que tenga ante todo por base esa moral esencial, tan descuida da en la educación
religiosa. Reemplazad las tonterías deíficas, con que fatigáis los jóvenes órganos
de vuestros hijos, por excelentes principios sociales; que en lugar de aprender a recitar
fútiles plegarias que tendrán a gloria olvidar cuando tengan dieciséis años, sean instruidos
en sus deberes para con la sociedad; enseñadles a amar las virtudes de que apenas
les hablabais antaño y que, sin vuestras fábulas religiosas, bastan para su felicidad individual;
hacedles sentir que esa felicidad consiste en hacer a los demás tan afortunados
como nosotros mismos deseamos serlo. Si colocáis esas verdades sobre las quimeras
cristianas, como antaño cometíais la locura de hacerlo, apenas hayan reconocido vuestros
alumnos la futilidad de las bases, harán derrumbarse el edificio y se convertirán en
malvados sólo porque creerán que la religión que han derribado les prohibía serlo.
Haciéndoles sentir en cambio la necesidad de la virtud únicamente porque su propia
felicidad depende de ella, serán personas honestas por egoísmo, y esta ley que rige a
todos los hombres será siempre la más segura de todas. Evítese, por tanto, con el mayor
cuidado, mezclar ninguna fábula religiosa a esta educación nacional. No perdamos nunca
de vista que son hombres libres lo que queremos formar y no viles adoradores de un
dios. Que un filósofo sencillo enseñe a estos nuevos alumnos las sublimidades incomprensibles
de la naturaleza, que les pruebe que el conocimiento de un dios, muy peligroso
a menudo para los hombres, jamás sirve a su felicidad, y que no serán más felices
admitiendo como causa de lo que no comprenden algo que comprenden aún menos; que
es mucho menos esencial entender la naturaleza que gozar de ella y respetar sus leyes;
que estas leyes son tan sabias como simples; que están escritas en el corazón de todos
los hombres y que basta con preguntar a ese corazón para discernir sus impulsos. Si
quieren que por encima de todo les habléis de un creador, responded que, habiendo sido
siempre las cosas lo que son, no habiendo tenido comienzo jamás y no debiendo tener
nunca fin, le resulta tan inútil como imposible al hombre poder remontarse a un origen
imaginario que no explicaría nada y que nada cambiaría. Decidles que es imposible para
los hombres tener ideas verdaderas de un ser que no actúa sobre ninguno de nuestros
sentidos.
Todas nuestras ideas son representaciones de objetos que nos llaman la atención;
¿cuál puede representarnos la idea de Dios, que evidentemente es una idea sin objeto?
Una idea semejante, añadiréis, ¿no es tan imposible como los efectos sin causa? Una
idea sin prototipo ¿es algo más que una quimera? Algunos doctores, proseguiréis, aseguran
que la idea de Dios es innata, y que los hombres tienen esa idea desde el vientre
de su madre. Pero esto es falso, añadiréis; todo principio es un juicio, todo juicio es el
efecto de la experiencia, y la experiencia sólo se adquiere mediante el ejercicio de los
sentidos; de donde se sigue que los principios religiosos no se refieren evidentemente a
nada y no son en modo alguno innatos. ¿Cómo, proseguiréis, ha podido persuadirse a
seres razonables de que la cosa más difícil de comprender era la más esencial para
ellos? Es que les han asustado mucho; es que, cuando se tiene miedo, se cesa de razonar;
es que, sobre todo, les han recomendado desconfiar de su razón, y, cuando el cerebro
está turbado, se cree todo y no se analiza nada. La ignorancia y el miedo, seguiréis
diciéndoles, he ahí las dos bases de todas las religiones. La incertidumbre en que el
hombre se encuentra en relación a su Dios es precisamente el motivo que lo vincula a
su religión. El hombre tiene miedo, tanto fisico como moral, en las tinieblas; el miedo
se vuelve habitual en él y se convierte en necesidad; creería que le falta algo si no tuviera
nada que esperar o que temer. Volved luego a la utilidad de la moral: dadles sobre
ese gran tema muchos más ejemplos que lecciones, muchas más pruebas que libros,
y haréis buenos ciudadanos; haréis buenos guerreros, buenos padres, buenos esposos;
haréis hombres tan unidos a la libertad de su país que ninguna idea de servidumbre podrá
presentarse ya a su espíritu, que ningún terror religioso vendrá a turbar su genio.
Entonces el verdadero patriotismo estallará en todas las almas; reinará con toda su fuerza
y con toda su pureza, porque se convertirá en el único sentimiento dominante, y ninguna
idea extraña debilitará su energía; entonces, vuestra segunda generación está segura
y vuestra obra, consolidada por ella, se convertirá en ley del universo. Pero si, por
temor o pusilanimidad, no son seguidos estos consejos, si se deja subsistir las bases del
edificio que se había creído destruir, ¿qué ocurrirá? Se volverá a construir sobre esas
bases, y se colocarán en ellas los mismos colosos, con la cruel diferencia de que esta
vez serán cimentadas con tal fuerza que ni vuestra generación ni las que la sigan lograrán
derribarlas.
Que nadie dude de que las religiones son la cuna del despotismo; el primero de todos
los déspotas fue un sacerdote; el primer rey y el primer emperador de Roma, Numa y
Augusto, se asocian uno y otro al sacerdocio; Constantino y Clodoveo fueron antes
abades que soberanos; Heliogábalo fue sacerdote del Sol. Desde todos los tiempos, en
todos los siglos, hubo entre el despotismo y la religión tal conexión que está demostrado
de sobra que, al destruir al uno, se debe zapar al otro, por la sencilla razón de que el
primero servirá siempre de ley al segundo. No propongo, sin embargo, ni matanzas ni
deportaciones: todos estos horrores están demasiado lejos de mi alma para osar concebirlos
un minuto siquiera. No, no asesinéis, no desterréis: esas atrocidades son propias
de los reyes o de los malvados que los imitaron; no será obrando igual que ellos como
obligaréis a sentir horror por quienes las ejercían. Sólo hemos de emplear la fuerza contra
los ídolos; basta con ridiculizar a quienes los sirven; los sarcasmos de Juliano perjudicaron
más a la religión cristiana que todos los suplicios de Nerón. Sí, destruyamos
para siempre toda idea de Dios y hagamos soldados de sus sacerdotes; algunos lo son
ya; que se vinculen a este oficio tan noble para un republicano, pero que no vuelvan a
hablar ni de su ser quimérico ni de su religión fabuladora, único objeto de nuestros desprecios.
Condenemos a ser escarnecido, ridiculizado, cubierto de barro en todas las encrucijadas
de las mayores ciudades de Francia, al primero de esos benditos charlatanes
que venga a hablarnos todavía de Dios o de religión; una prisión perpetua será la pena
que caiga sobre quien incurra dos veces en las mismas faltas. Que las blasfemias más
insultantes, las obras más ateas sean autorizadas plenamente en seguida, a fin de acabar
de extirpar en el corazón y en la memoria de los hombres esos terribles juguetes de
nuestra infancia; que se saque a concurso la obra más capaz de iluminar por fin a los
europeos en materia tan importante, y que un premio considerable, discernido por la
nación, sea recompensa de quien, habiendo dicho todo, habiendo demostrado todo sobre
esta materia, deje a sus compatriotas una guadaña para derribar todos esos fantasmas
y un corazón recto para odiarlos. En seis meses todo habrá acabado: vuestro infame
Dios será nada; y esto sin dejar de ser justo o celoso de la estima de los demás, sin
cesar de temer la espada de las leyes, sin dejar de ser honesto, porque se habrá comprendido
que el verdadero amigo de la patria no debe ser arrastrado por quimeras, como
el esclavo de los reyes; que no es, en una palabra, ni la esperanza frívola de un mundo
mejor, ni el temor a males mayores que los que nos envía la naturaleza, lo que debe
conducir a un republicano, cuya única guía es la virtud, como el remordimiento su único
freno.

Las costumbres
Tras haber demostrado que el teísmo no conviene en modo alguno a un gobierno republicano,
me parece necesario probar que a las costumbres francesas tampoco les conviene
más. Este artículo es esencial, sobre todo porque son las costumbres las que van a
servir de motivos a las leyes que han de promulgarse.
Franceses, sois demasiado ilustrados para no datos cuenta de que un gobierno nuevo
va a necesitar costumbres nuevas; es imposible que el ciudadano de un Estado libre se
comporte como el esclavo de un rey déspota; las diferencias de sus intereses, de sus deberes,
de sus relaciones entre sí, determinan de un modo absolutamente distinto su
comportamiento en el mundo; una multitud de pequeños errores, de pequeños delitos
sociales, considerados muy esenciales bajo el gobierno de los reyes, que debían exigir
tanto más cuanto que necesitaban imponer frenos para hacerse respetables o inabordables
a sus súbditos, van a anularse aquí; otras fechorías, conocidas bajo los nombres de
regicidio o de sacrilegio, bajo un gobierno que no conoce ya ni reyes ni religiones deben
desaparecer asimismo en un Estado republicano. Tras conceder la libertad de conciencia
y la de prensa, pensad, ciudadanos, que con un poco más ha de concederse la de
acción, y que salvo aquello que choca directamente a las bases del gobierno, os quedan
muchos menos crímenes que poder castigar, porque en la práctica hay muy pocas acciones
criminales en una sociedad cuyas bases se fundan en la libertad y la igualdad;
pesando y examinando bien las cosas, sólo es verdaderamente criminal aquello que la
ley reprueba; porque, al dictarnos la naturaleza tantos vicios como virtudes en razón de
nuestra organización, o más filosóficamente aun, en razón de la necesidad que tiene de
unos y de otras, cuanto ella nos inspira se convertiría en medida muy insegura para regular
con precisión lo que está bien o lo que está mal. Pero para desarrollar mejor mis
ideas sobre un tema tan esencial, vamos a clasificar las diferentes acciones de la vida
del hombre que hasta ahora se ha convenido denominar criminales, y luego las mediremos
con los verdaderos deberes de un republicano.
Desde tiempos inmemoriales los deberes del hombre han sido considerados bajo las
tres relaciones distintas siguientes:
1. Aquellos que su conciencia y su credulidad le imponen para con el Ser Supremo.
2. Aquellos que está obligado a cumplir con sus hermanos.
3. Por último, aquellos que sólo tienen relación con él.
La certeza en que debemos estar de que ningún dios ha tenido nada que ver con nosotros
y de que, criaturas necesitadas de la naturaleza como las plantas y los animales,
estamos aquí porque era imposible que dejáramos de estar, esa certeza aniquila de un
solo golpe, como puede verse, la primera parte de estos deberes, es decir de aquellos
por los que nos creemos falsamente responsables para con la divinidad, todos ellos conocidos
bajo los nombres vagos e indefinidos de impiedad, sacrilegio, blasfemia, ateísmo,
etc., todos aquellos, en una palabra, que Atenas castigó tan injustamente en Alcibíades
y Francia en el infortunado La Barre. Si hay algo extravagante en el mundo es
ver a los hombres, que no conocen a su dios y lo que ese dios pueda exigir más que según
sus limitadas ideas, querer, sin embargo, decidir sobre la naturaleza de lo que contenta
o desagrada a ese ridículo fantasma de su imaginación. Por eso no me limitaría a
permitir con indiferencia todos los cultos; desearía que fuéramos libre de reírnos o burlarnos
de todos; que los hombres, reunidos en un templo cualquiera para invocar al
Eterno según su gusto, fuesen vistos como comediantes en una escena, de cuya representación
cada cual puede ir a reírse. Si no veis las religiones desde este enfoque, pronto
adquirirán la seriedad que las vuelve importantes, protegerán pronto las opiniones, y
en cuanto vuelva a discutirse sobre las religiones, volverán a pelearse por las religiones;
la igualdad, aniquilada por la preferencia o la protección otorgada a una de ellas,
desaparecerá pronto del gobierno, y de la teocracia reedificada nacerá pronto la aristocracia.
Por eso nunca podrá repetirse demasiado: nada de dioses, franceses, nada de
dioses, si no queréis que su funesto imperio nos vuelva a sumir pronto en todos los
horrores del despotismo; pero sólo burlándoos de ellos los destruiréis; todos los peligros
que conllevan renacerán al punto en tropel si ponéis en ello capricho o importan-
cia. No derribéis su ídolos con cólera; pulverizadlos jugando, y la opinión caerá por sí
misma.
Creo que basta esto para demostrar sobradamente que no debe promulgarse ninguna
ley contra los delitos religiosos, porque, quien ofende una quimera, nada ofende, y sería
la última inconsecuencia castigar a quienes ultrajan o desprecian un culto cuya prioridad
sobre los demás nada demuestra con evidencia; sería necesariamente adoptar un
partido e influir, desde entonces, sobre la balanza de la igualdad, primera ley de vuestro
nuevo gobierno.
Pasemos a los segundos deberes del hombre, a los que lo vinculan a sus semejantes;
esta clase es, indudablemente, la más extensa.
La moral cristiana, demasiado vaga en las relaciones del hombre con sus semejantes,
sienta bases tan llenas de sofismas que resulta imposible admitirlas, porque cuando se
quiere edificar principios hay que guardarse mucho de darles sofismas por base. Esa
absurda moral nos dice que amemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Nada
sería probablemente más sublime si fuera posible que lo falso pudiese llevar alguna vez
los caracteres de la belleza. No se trata de amar a los semejantes como a uno mismo,
puesto que eso va contra todas las leyes de la naturaleza y puesto que sólo su órgano
debe dirigir todas las acciones de nuestra vida; se trata únicamente de amar a nuestros
semejantes como a hermanos, como a amigos que la naturaleza nos da, y con los que
debemos vivir tanto mejor en un Estado republicano cuanto que la desaparición de las
distancias debe necesariamente estrechar los lazos.
Que la humanidad, la fraternidad, la beneficencia nos prescriban según esto nuestros
deberes recíprocos, y cumplámoslos cada uno con el sencillo grado de energía que en
este punto nos ha dado la naturaleza, sin censurar y sobre todo sin castigar a quienes,
más fríos o más atrabiliarios, no sienten en estos lazos, pese a ser tan conmovedores,
todas las dulzuras que los demás encuentran; porque hay que convenir que sería un absurdo
palpable querer prescribir leyes universales; este proceder sería tan ridículo como
el de un general del ejército que quisiera que todos sus soldados fueran vestidos con un
traje hecho a la misma medida; es una injusticia espantosa exigir que hombres de caracteres
desiguales se plieguen a las leyes generales: lo que a uno le va, a otro no le va.
Convengo en que no pueden hacerse tantas leyes como hombres; pero las leyes pueden
ser tan dulces, en tan pequeño número, que todos los hombres, del carácter que
sean, puedan fácilmente plegarse a ellas, y aun exigiría yo que ese pequeño número de
leyes sea susceptible de poder adaptarse fácilmente a todos los distintos caracteres; que
el espíritu de quien las dirija sea emplear mayor o menor severidad, en razón del individuo
al que habrían de afectar. Está demostrado que la práctica de tal o cual virtud es
imposible para ciertos hombres, como hay tal o cual remedio que no puede convenir a
tal o cual temperamento. Ahora bien, ¡cuál no sería el colmo de vuestra injusticia si castigaseis
con la ley a quien le resulta imposible plegarse a la ley! La iniquidad que cometeríais
¿no será igual a aquella de la que os haríais culpable si quisierais forzar a un ciego
a discernir los colores? De estos primeros principios se desprende, como vemos, la
necesidad de hacer leyes suaves, y, sobre todo, de acabar para siempre con la atrocidad
de la pena de muerte, porque toda ley que atente contra la vida de un hombre es impracticable,
injusta, inadmisible. Y no es, como diré enseguida, que no haya infinidad de casos
en que los hombres, sin ultrajar a la naturaleza (y eso es lo que demostraré), puedan
haber recibido de esta madre común la total libertad de atentar contra la vida de otros,
sino que es imposible que la ley pueda obtener idéntico privilegio, porque la ley, fría
por sí misma, no podría acceder a las pasiones que pueden legitimar en el hombre el
acto cruel del asesinato; el hombre recibe de la naturaleza impresiones que pueden
hacer perdonar esa acción, mientras que la ley, en cambio, siempre en oposición a la
naturaleza y sin recibir nada de ella, no puede ser autorizada a permitirse los mismos
extravíos: sin tener los mismos motivos, es imposible que tenga los mismos derechos.
He ahí distinciones sabias y delicadas que escapan a muchas personas porque muy pocas
personas reflexionan; pero serán aceptadas por personas instruidas, a quienes las dirijo,
e influirán, como espero, sobre el nuevo Código que se nos prepara.
La segunda razón por la que hay que acabar con la pena de muerte es que nunca ha
reprimido el crimen, porque se comete día tras día a los pies del cadalso. Hay que suprimir
esa pena, en resumen, porque no hay peor cálculo que el de hacer morir a un
hombre por haber matado a otro; de este proceder resulta evidentemente que en lugar de
un hombre menos, tenemos dos menos de golpe, y que esa aritmética sólo puede ser
familiar a los verdugos o a los imbéciles.
Sea, en fin, como fuere, las fechorías que podemos cometer contra nuestros hermanos
se reducen a cuatro principales: la calumnia, el robo, aquellos delitos que, causados por
la impureza, pueden afectar desagradablemente a los demás, y el asesinato. Todas estas
acciones, consideradas capitales en un gobierno monárquico, son tan graves en un Estado
republicano? Esto es lo que debemos analizar a la luz de la filosofia, porque sólo a
su única luz debe emprenderse un examen semejante. Que no se me tache de innovador
peligroso; que no se diga que hay riesgo en embotar, como quizá hagan estos escritos,
el remordimiento en el alma de los malhechores; que mayor mal hay en aumentar, mediante
la suavidad de mi moral, la inclinación que esos mismos malhechores tienen
hacia el crimen: afirmo aquí formalmente no tener ninguna de esas miras perversas; expongo
ideas que desde la edad de razón se han identificado conmigo y a las que el infame
despotismo de los tiranos se ha opuesto durante tantos siglos. ¡Tanto peor para
aquellos a quienes estas grandes ideas corrompan, tanto peor para quienes sólo saben
captar el mal en las opiniones filosóficas, susceptibles de corromperse con todo! ¿Quién
sabe si no se envenenarían quizá con las lecturas de Séneca y de Charron? No es a ellos
a quienes hablo; sólo me dirijo a personas capaces de entenderme, y éstas me leerán sin
peligro.
Confieso con la franqueza más extrema que nunca he creído que la calumnia fuera un
mal, y menos aun en un gobierno como el nuestro, en el que todos los hombres, más
unidos entre sí, más cercanos, tienen evidentemente mayor interés en conocerse bien.
Una de dos: o la calumnia se dirige contra un hombre verdaderamente perverso, o cae
sobre un ser virtuoso. Estaremos de acuerdo en que, en el primer caso, resulta casi indiferente
que se hable algo peor de un hombre conocido por practicar el mal; tal vez, incluso,
el mal que no existe aclare mejor entonces el que existe, y así tenemos al malhechor
mejor conocido.
Supongamos que reina una influjo malsano en Hannover, pero que, exponiéndome a
esa inclemencia malsana, no corro otro riesgo que coger un acceso de fiebre; ¿podré enfadarme
con el hombre que, para impedirme ir allí, me diga que moriré nada más llegar?
Indudablemente no; porque, asustándome con un gran mal, me ha impedido sufrir uno
pequeño ¿Que la calumnia se dirige por el contrario contra un hombre virtuoso? Que no
se alarme por ello: pruébese, y todo el veneno del calumniador recaerá pronto sobre él
mismo. Para tales personas la calumnia no es más que un escrutinio depurador, del que su
virtud sólo saldrá más resplandeciente. En este caso hay incluso beneficio para la masa de
las virtudes de la república; porque este hombre virtuoso y sensible, estimulado por la
injusticia que acaba de sufrir, se aplicará a hacerlo mejor aún; querrá superar esa calumnia
de la que se creía a salvo, y sus buenas acciones adquirirán entonces un grado más de
energía. Así, en el primer caso, el calumniador habrá producido efectos bastante buenos,
incrementando los vicios del hombre peligroso; en el segundo los habrá producido excelentes,
obligando a la virtud a mostrársenos por entero. Ahora bien, yo pregunto bajo qué
enfoque puede pareceros temible el calumniador, sobre todo en un gobierno en que tan
esencial es conocer a los malvados y aumentar la energía de los buenos. Guárdense mucho,
por tanto, de pronunciar ninguna pena contra la calumnia; considerémosla bajo la
doble perspectiva de un fanal y de un estimulante, y, en cualquier caso, como algo muy
útil. El legislador, cuyas ideas han de ser grandes como la obra a la que se aplica, nunca
debe estudiar el efecto del delito que sólo afecta individualmente: son los efectos en masa
lo que debe examinar; y cuando de este modo observe así los efectos que derivan de la
calumnia, le desafío a encontrar en ellos algo punible; desafío a que pueda poner alguna
sombra de justicia a la ley que la castigaría; al contrario, se convierte en el hombre más
justo y más íntegro si la favorece o la recompensa.
El robo es el segundo de los delitos morales cuyo examen nos hemos propuesto.
Si recorremos la Antigüedad, veremos el robo permitido, recompensado en todas las
repúblicas de Grecia; Esparta o Lacedemonia lo favorecían abiertamente; algunos otros
pueblos lo consideraron una virtud guerrera; es cierto que mantiene el valor, la fuerza, la
astucia, en una palabra, todas las virtudes útiles a un gobierno republicano y en consecuencia
al nuestro. Ahora, sin parcialidad, me atrevería a preguntar si el robo, cuyo
efecto es igualar las riquezas, es un gran mal en un gobierno cuya meta es la igualdad.
Indudablemente, no; porque si alimenta la igualdad por un lado, por otro nos impulsa a
conservar nuestros bienes. Hubo un pueblo que castigaba no al ladrón, sino al que se
había dejado robar, a fin de que aprendiese a cuidar de sus propiedades. Lo cual nos lleva
a reflexiones más amplias.
Dios me guarde de querer atacar o destruir aquí el juramento de respeto a las propiedades,
que la nación acaba de pronunciar; pero ¿se me permitirán algunas ideas sobre la
injusticia de ese juramento? ¿Cuál es el espíritu de un juramento pronunciado por todos
los individuos de una nación? ¿No es el de mantener una perfecta igualdad entre los ciudadanos,
y el de someterlos a todos por igual a la ley protectora de las propiedades de todos?
Ahora bien, yo os pregunto si es muy justa la ley que ordena al que no tiene nada
respetar al que lo tiene todo. ¿Cuáles son los elementos del pacto social? ¿No consiste en
ceder un poco de su libertad y de sus propiedades para asegurar y mantener lo que se
conserva de ambas?
Todas las leyes descansan sobre estas bases; son las razones de los castigos infligidos a
quien abusa de su libertad. Autorizan asimismo las imposiciones; lo cual hace que un
ciudadano no proteste cuando se le exigen, puesto que sabe que, a cambio de lo que da, se
le conserva lo que le queda; pero, repitámoslo una vez más, ¿con qué derecho quien nada
tiene se encadenará a un pacto que sólo protege a quien lo tiene todo? Si hacéis un acto
de equidad conservando, mediante vuestro juramento, las propiedades del rico, ¿no cometéis
una injusticia exigiendo este juramento del «conservador» que no tiene nada? ¿Qué
interés tiene éste en vuestro juramento? ¿Y por qué queréis que prometa una cosa que
sólo resulta favorable para quien tanto se diferencia de él por sus riquezas? No hay, con
toda seguridad, nada más injusto: un juramento debe tener el mismo efecto sobre todos
los individuos que lo pronuncian; es imposible que pueda encadenar a quien no tiene ningún
interés en su mantenimiento, porque entonces no sería ya el pacto de un pueblo libre;
sería el arma del fuerte sobre el débil, contra la que éste debería revolverse sin cesar; y
eso es lo que ocurre en el juramento de respeto de las propiedades que acaba de exigirse a
la nación; sólo el rico encadena con él al pobre, sólo el rico tiene interés en el juramento
que el pobre pronuncia con una falta de consideración que le impide verse extorsionado
en su buena fe por ese juramento y comprometido a hacer algo que no pueden hacer por
él.
Convencidos, como debéis estarlo, de esta bárbara desigualdad, no agravéis por tanto
vuestra injusticia castigando al que nada tiene por haber osado robar algo al que lo tiene
todo: vuestro desigual juramento le da más que nunca derecho. Forzándole al perjurio
mediante un juramento absurdo para él, legitimáis todos los crímenes a que ha de conducirle
ese perjurio; no os corresponde por tanto castigar aquello cuya causa habéis sido vosotros.
Nada más diré para haceros sentir la terrible crueldad que hay en castigar a los
ladrones. Imitad la sabia ley del pueblo de que acabo de hablar; castigad al hombre lo
bastante negligente para dejarse robar, pero no pronunciéis ninguna clase de pena contra
quien roba; pensad que vuestro juramento le autoriza a esa clase de acción y que, entregándose
a ella, no hace más que seguir el primero y más sabio de los impulsos de la naturaleza,
el de conservar su propia existencia sin importarle a costa de quién.
Los delitos que debemos examinar en esta segunda clase de deberes del hombre para
con sus semejantes consisten en las acciones que puede emprender el libertinaje, entre las
cuales se distinguen particularmente como más atentatorias a lo que cada uno debe a los
otros la prostitución, el adulterio, el incesto, la violación y la sodomía. No debemos
dudar ni un solo momento de que los denominados crímenes morales, es decir, todas las
acciones de esa clase que acabamos de citar, son perfectamente indiferentes en un gobierno
cuyo único deber consiste en conservar, por el medio que sea, la forma esencial a
su mantenimiento: ésa es la única moral de un gobierno republicano. Ahora bien, puesto
que siempre se ve acosado por los déspotas que lo rodean, no sería razonable imaginar
que sus medios de pervivencia puedan ser los medios morales; porque sólo pervivirá
por la guerra, y nada hay menos moral que la guerra. Ahora yo pregunto cómo se llegará
a demostrar que, en un Estado inmoral por sus obligaciones, sea esencial a los individuos
ser morales. Digo más: es bueno que no lo sean. Los legisladores de Grecia
habían comprendido perfectamente la importante necesidad de gangrenar los miembros
para que, influyendo su disolución moral en la que es útil a la máquina, resultase de ello
la insurrección, siempre indispensable en un gobierno que, perfectamente feliz como el
gobierno republicano, debe excitar necesariamente el odio y los celos de cuanto le rodea.
La insurrección, pensaban esos sabios legisladores, no es en modo alguno un esta-
do moral; debe, sin embargo, ser el estado permanente de una república; sería pues tan
absurdo como peligroso exigir que quienes han de mantener la perpetua conmoción inmoral
de la máquina, fueran seres muy morales, porque el estado moral de un hombre
es un estado de paz y tranquilidad, mientras que su estado inmorales un estado de movimiento
perpetuo que le acerca a la necesaria insurrección, en la que el republicano
tiene que mantener siempre al gobierno de que es miembro.
Vayamos ahora a los detalles y comencemos por analizar el pudor, ese movimiento
pusilánime, contrario a los afectos impuros. Si estuviera en la intención de la naturaleza
que el hombre fuese púdico, probablemente no habría hecho que naciera desnudo; una
infinidad de pueblos, menos degradados que nosotros por la civilización, van desnudos
y no sienten ninguna vergüenza; no hay duda de que la costumbre de vestirse ha tenido
por única base tanto la inclemencia del aire como la coquetería de las mujeres; comprendieron
que no tardarían en perder todos los efectos del deseo si los prevenían, en
lugar de dejarlos nacer; pensaron que, por no haberlas creado sin defectos la naturaleza,
se aseguraban mucho mejor los medios de agradar ocultando esos defectos mediante
adornos; así el pudor, lejos de ser una virtud, no fue por lo tanto más que una de las
primeras secuelas de la corrupción, uno de los primeros medios de la coquetería de las
mujeres. Licurgo y Solón, completamente conscientes de que los resultados del impudor
mantienen al ciudadano en el estado inmoral esencial a las leyes del gobierno republicano,
obligaron a las jóvenes a exhibirse desnudas en el teatro. Roma imitó pronto
este ejemplo: bailaban desnudas en los juegos de Flora; la mayoría de los misterios paganos
se celebraban así; la desnudez pasó incluso por virtud entre algunos pueblos. Sea
como fuere, del impudor nacen las inclinaciones lujuriosas; lo que resulta de tales
inclinaciones constituye los pretendidos crímenes que estamos analizando, y cuya
primera consecuencia es la prostitución. Ahora que hemos superado en este punto la
multitud de errores religiosos que nos cautivaban, y ahora que, más cerca de la
naturaleza por la cantidad de prejuicios que acabamos de destruir, sólo escuchamos su
voz, completamente seguros de que, si hubiera crimen en algo, sólo radicaría en resistir
a las inclinaciones que nos inspira antes que en combatirlas, persuadidos de que, siendo
la lujuria una secuela de tales inclinaciones, se trata menos de apagar esta pasión en
nosotros que de regular los medios de satisfacerla en paz. Debemos, por tanto,
dedicarnos a poner orden en este punto, a establecer toda la seguridad precisa para que
el ciudadano, a quien la necesidad acerca a los objetos de lujuria, pueda entregarse con
esos objetos a cuanto sus pasiones le prescriban, sin hallarse encadenado nunca por
nada, porque no hay en el hombre ninguna pasión que tenga mayor necesidad de toda la
extensión de la libertad que ésta. En las ciudades se crearán distintos emplazamientos
sanos, espaciosos, cuidadosamente amueblados y seguros en todos sus puntos; ahí,
todos los sexos, todas las edades, todas las criaturas, serán ofrendados a los caprichos
de los libertinos que vayan a gozar, y la subordinación más completa será la regla de los
individuos presentados; la negativa más leve será castigada al punto, a capricho de
quien la haya sufrido. Todavía debo explicar esto, ajustarlo a las costumbres republica-
frido. Todavía debo explicar esto, ajustarlo a las costumbres republicanas; he prometido
la misma lógica para todo y mantendré mi palabra.
Si, como acabo de decir hace un instante, ninguna pasión tiene más necesidad de toda
la extensión de la libertad que ésta, ninguna indudablemente es tan despótica; es en ella
donde el hombre gusta de ordenar, de ser obedecido, de rodearse de esclavos obligados
a satisfacerle; ahora bien, cada vez que no deis al hombre el medio secreto de exhalar la
dosis de despotismo que la naturaleza puso en el fondo de su corazón, se abalanzará,
para ejercerlo, sobre las criaturas que lo rodeen, perturbará el gobierno. Si queréis evitar
este peligro, permitid libre vuelo a esos deseos tiránicos que, a su pesar, le atormentan
constantemente; contento por haber podido ejercer su pequeña soberanía en medio
del harén de icoglanes o de sultanas que vuestros cuidados y su dinero le someten,
saldrá satisfecho y sin ningún deseo de perturbar un gobierno que le asegura de modo
tan complaciente todos los medios de su concupiscencia. Practicad, por el contrario, un
proceder diferente, imponed sobre esos objetos de la lujuria pública las ridículas trabas
antaño inventadas por la tiranía ministerial y por la lubricidad de nuestros Sardanápalos;
el hombre, exasperado al punto contra vuestro gobierno, celoso en seguida del
despotismo que os ve ejercer completamente solos, sacudirá el yugo que le imponéis, y,
harto de vuestra forma de regirle, la cambiará como acaba de hacerlo.
Ved cómo trataban los legisladores griegos, bien imbuidos de estas ideas, el desenfreno
en Lacedemonia, en Atenas; embriagaban con él al ciudadano, en lugar de prohibírselo;
ningún género de lubricidad les estaba prohibido, y Sócrates, declarado por el oráculo
el más sabio de los filósofos de la tierra, pasando indiferentemente de los brazos
de Aspasia a los de Alcibíades, no por ello dejaba de ser gloria de Grecia. Iré todavía
más lejos; por contrarias que sean mis ideas a nuestras actuales costumbres, como mi
meta es probar que debemos apresurarnos a cambiar estas costumbres si queremos conservar
el gobierno adoptado, voy a tratar de convenceros de que la prostitución de las
mujeres conocidas con el nombre de honestas no es más peligrosa que la de los hombres,
y que no sólo debemos asociarlas a las lujurias practicadas en las casas que establezco,
sino que incluso debemos erigir para ellas otras donde sus caprichos y las necesidades
de su temperamento, de un ardor muy diferente del nuestro, puedan asimismo
satisfacerse con todos los sexos.
En primer lugar, tcon qué derecho pretendéis que las mujeres sean exceptuadas de la
ciega sumisión que la naturaleza les prescribe para con los caprichos de los hombres? Y
luego, con qué otro derecho pretendéis someterlas a una continencia imposible para su
fisico y absolutamente inútil a su honor?
Voy a tratar por separado cada una de estas cuestiones.
Es cierto que, en el estado de naturaleza, las mujeres nacen vulgívagas, es decir, que
gozan de las ventajas de los demás animales hembras y pertenecen, como ellas y sin
ninguna excepción, a todos los machos; tales fueron, indudablemente, tanto las prime-
ras leyes de la naturaleza como las únicas instituciones de los primeros agrupamientos
que los hombres hicieron. El ínterés, el egoísmo y el amor degradaron estas primeras
miras tan simples y tan naturales; creyeron enriquecerse tomando una mujer y con ella
los bienes de su familia; he ahí satisfechos los dos primeros sentimientos que acabo de
indicar; con más frecuencia todavía raptaron a esa mujer, y se la quedaron; he ahí el
segundo motivo en acción y, en cualquier caso, la injusticia.
Jamás puede ejercerse un acto de posesión sobre un ser libre; es tan injusto poseer exclusivamente
una mujer como poseer esclavos; todos los hombres han nacido libres,
todos son iguales en derecho; no perdamos nunca de vista estos principios; según esto,
en legítimo derecho no puede por tanto otorgarse a un sexo la posibilidad de apoderarse
exclusivamente del otro, y jamás uno de esos sexos o una de esas clases puede poseer al
otro de forma arbitraria. Aplicando en puridad las leyes de la naturaleza, una mujer no
puede alegar como motivo del rechazo que hace a quien la desea el amor que siente por
otro, porque ese motivo se convierte en exclusión, y ningún hombre puede ser excluido
de la posesión de una mujer desde el momento en que es evidente que pertenece decididamente
a todos los hombres. Sólo puede ejercerse el acto de posesión sobre un inmueble
o sobre un animal; jamás sobre un individuo que es semejante a nosotros, y todas
las ataduras que puedan encadenar una mujer a un hombre, sean de la clase que sean,
son tan injustas como quiméricas.
Si, por tanto, resulta indiscutible que hemos recibido de la naturaleza el derecho a expresar
nuestros deseos indistintamente a todas las mujeres, de ello mismo se deriva que
tenemos el de obligarla a someterse a nuestros deseos, no en exclusiva, porque me contradiría,
sino momentáneamente. Es indiscutible que tenemos derecho a establecer leyes
que la obliguen a ceder a la pasión de quien la desea; siendo la violencia misma uno
de los efectos de ese derecho, podemos emplearla legalmente. ¿Y qué? ¿Acaso no ha
demostrado la naturaleza que teníamos ese derecho, al otorgarnos la fuerza necesaria
para someterlas a nuestros deseos?
En vano las mujeres deben invocar, en su defensa, el pudor o su vinculación a otros
hombres; estos medios quiméricos nada valen; más arriba hemos visto que el pudor era
un sentimiento ficticio y despreciable. El amor, al que se puede denominar locura del
alma, no tiene más títulos para legitimar su constancia; al no satisfacer más que a dos
individuos, al ser amado y al ser amante, no puede servir a la felicidad de los demás, y
es para la felicidad de todos, y no para una felicidad egoísta y privilegiada, para lo que
se nos han dado todas las mujeres. Todos los hombres tienen, por tanto, un derecho de
goce igual sobre todas las mujeres; no hay pues nadie que, según las leyes de la naturaleza,
pueda establecer sobre una mujer un derecho único y personal. La ley que ha de
obligarlas a prostituirse cuanto queramos en las casas de desenfreno de que acaba de
hablarse, y que las forzará a ello si se niegan, que las castigará si faltan, es por tanto
una ley de las más equitativas, contra la que no podría invocarse ningún motivo legítimo
o justo.
Un hombre que quiera gozar de una mujer o de una muchacha cualquiera podrá, si las
leyes que promulguéis son justas, obligarla a que esté en una de las casas de que he
hablado; y allí, bajo la supervisión de las matronas de este templo de Venus, le será entregada
para satisfacer, con tanta humildad como sumisión, todos los caprichos que le
agrade tener con ella, por más que sean extravagancias o irregularidades, porque no hay
ninguna que no esté en la naturaleza, ninguna que no sea aprobada por ella. Tampoco se
trata aquí de fijar la edad; porque pretendo que no se puede hacer sin perturbar la libertad
de quien desea el goce de una muchacha de tal o cual edad. Quien tiene derecho a comer
el fruto de un árbol puede, con toda evidencia, cogerlo maduro o verde, según las inspiraciones
de su gusto. Se me objetará que hay una edad en que el comportamiento del hombre
perjudica decididamente la salud de la muchacha. Esta consideración carece de valor;
desde el momento en que me concedéis el derecho de propiedad sobre el goce, este derecho
es independiente de los efectos producidos por el goce; desde entonces da lo mismo
que ese goce sea provechoso o perjudicial para la criatura que debe someterse a él. ¿No
he probado ya que era legal forzar la voluntad de una mujer en este punto y que, tan pronto
como inspira el deseo del goce, debía someterse a ese goce, abstracción hecha de cualquier
sentimiento egoísta? Lo mismo ocurre con su salud. Desde el momento en que las
consideraciones que se tengan al respecto destruyan o debiliten el goce de quien la desea,
y que tiene derecho a apropiársela, esa consideración de la edad nada significa, porque no
se trata en modo alguno de lo que puede sufrir el objeto condenado por la naturaleza y
por la ley al sometimiento momentáneo de los deseos del otro; en este examen se trata
sólo de lo que conviene a aquel que desea. Ya nivelaremos la balanza.
Sí, indudablemente debemos nivelarla; a estas mujeres a las que acabamos de esclavizar
tan cruelmente, debemos compensarlas a todas luces, y es lo que va a constituir la respuesta
a la segunda cuestión que me he propuesto.
Si admitimos, como acabamos de hacer, que todas las mujeres deben ser sometidas a
nuestros deseos, podemos permitirles evidentemente satisfacer todos los suyos; nuestras
leyes deben favorecer en este punto su temperamento de fuego, y es absurdo haber colocado
tanto su honor como su virtud en la fuerza natural que ponen en resistir a inclinaciones
que han recibido con mucha más profusión que nosotros; esta injusticia de nuestras
costumbres es más de temer dado que, al mismo tiempo, consentimos en hacerlas débiles
a fuerza de seducción y en castigarlas luego por ceder a todos los esfuerzos que nosotros
hemos hecho para provocarlas a la caída. Toda la absurdidad de nuestras costumbres está
escrita, a lo que me parece, en esa desigual atrocidad, y su sola exposición debería hacernos
sentir la extremada necesidad que tenemos de cambiarlas por otras más puras. Digo,
pues, que las mujeres, que han recibido inclinaciones mucho más violentas que nosotros a
los placeres de la lujuria, podrán entregarse a ellas cuanto quieran, absolutamente liberadas
de todos los lazos del himeneo, de todos los falsos prejuicios del pudor, absolutamente
vueltas al estado natural; quiero que las leyes les permitan entregarse a tantos
hombres como buenamente les parezca; quiero que el goce de todos los sexos y de todas
las partes del cuerpo les sea permitido igual que a los hombres, y, bajo cláusula especial
de entregarse asimismo a cuantos las deseen, es preciso que tengan la libertad de gozar
igualmente de cuantos ellas crean dignos de satisfacerlas.
¿Cuáles son, me pregunto, los peligros de esta licencia? ¿Niños sin padres? Pero ¿y
qué importa eso en una república en que todos los individuos no deben tener más madre
que la patria, en que todos los que nacen son hijos de la patria? ¡Ah, cuánto más no la
amarán los que, no habiendo conocido nunca a otra que ella, sabrán desde que nazcan
que sólo de ella deben esperarlo todo? No soñéis con hacer buenos republicanos mientras
aisléis en sus familias a los niños, que únicamente deben pertenecer a la república.
Otorgando sólo a algunos individuos la dosis de afecto que deben repartir entre todos
sus hermanos, adoptan inevitablemente los prejuicios, con frecuencia peligrosos, de estos
individuos; sus opiniones, sus ideas, se aíslan, se particularizan, y todas las virtudes
de un hombre de Estado se vuelven absolutamente imposibles. Abandonando, en fin, su
corazón entero a quienes los han hecho nacer, en su corazón ya no encuentran ningún
afecto por aquella que debe hacerlos vivir, darlos a conocer e ilustrarlos, como si estos
segundos beneficios no fueran más importantes que los primeros. Si hay el menor inconveniente
en dejar a los niños mamar así en sus familias intereses a menudo muy diferentes
de los de la patria, sólo hay ventajas separándolos de ellas; ¿no se los separa
naturalmente por los medios que propongo? Al destruir absolutamente todos los lazos
del himeneo, de los placeres de la mujer no nacen más frutos que niños a los que el conocimiento
de su padre les está totalmente prohibido, y con ello los medios de pertenecer
sólo a una misma familia, en lugar de ser, como deben, hijos de la patria.
Habrá, pues, casas destinadas al libertinaje de las mujeres y, como las de los hombres,
estarán puestas bajo la protección del gobierno; allí les serán proporcionados todos los
individuos de uno y otro sexo que puedan desear, y cuanto más frecuenten estas casas
tanto más serán estimadas. No hay nada tan bárbaro ni tan ridículo como haber unido el
honor y la virtud de las mujeres a la resistencia que ponen a los deseos que han recibido
de la naturaleza y que enardecen sin cesar a quienes cometen la barbarie de censurarlas.
Desde su más tierna edad, una joven liberada de los lazos paternos, que ya no tiene
nada que conservar para el himeneo (absolutamente abolido por las sabias leyes que deseo),
por encima del prejuicio que antaño encadenaba su sexo podrá, pues, entregarse a
cuanto le dicte su temperamento en las casas establecidas al efecto; allí será recibida
con respeto, satisfecha con abundancia, y, de regreso a la sociedad, podrá hablar en ella
tan públicamente de los placeres que haya gustado como hoy lo hace de un baile o de
un paseo. Sexo encantador, serás libre; gozarás como los hombres de todos los placeres
que la naturaleza te impone como un deber; no reprimirás ninguno. La parte más divina
de la humanidad, ¿debe acaso recibir cadenas de la otra? ¡Ah, rompedlas, la naturaleza
lo exige!; no tengáis más freno que vuestras inclinaciones, más leyes que vuestros deseos,
más moral que la de la naturaleza; no languidezcáis más tiempo en estos prejuicios
bárbaros que marchitan vuestros encantos y cautivan los divinos impulsos de vuestros
corazones; sois libres como nosotros, y la carrera de los combates de Venus está
abierta para vosotras lo mismo que para nosotros; no temáis más absurdos reproches; la
pedantería y la superstición han sido aniquiladas; ya no se os verá ruborizaros por vuestros
encantadores extravíos; coronadas de mirtos y de rosas, la estima que concebiremos
por vosotras será proporcional sólo a la mayor amplitud que vosotras mismas
os hayáis permitido dar a tales extravíos.
Lo que acabo de decir debería dispensarnos, sin duda, de examinar el adulterio;
echemos sobre él no obstante una ojeada, por nulo que sea según las leyes que establezco.
¡Cuán ridículo era considerarlo criminal en nuestras antiguas instituciones! Si había
algo absurdo en el mundo, era, con toda seguridad, la eternidad de los vínculos conyugales;
en mi opinión bastaba con examinar o sentir toda la pesadez de estos vínculos
para dejar de considerar como crimen la acción que los aflojaba; la naturaleza, como
hemos dicho hace un momento, ha dotado a las mujeres de un temperamento más ardiente,
de una sensibilidad más profunda que a los individuos del otro sexo, y por ello
les vuelve más pesado el yugo de un himeneo eterno. Mujeres tiernas y abrasadas por el
fuego del amor, resarcíos ahora sin miedo; convenceos de que no puede existir mal alguno
en seguir los impulsos de la naturaleza, de que no habéis sido creadas para un solo
hombre, sino para placer indistintamente a todos. Que ningún freno os detenga. Imitad a
las republicanas de Grecia; nunca los legisladores que les dieron leyes creyeron convertir
en crimen el adulterio, y casi todos autorizaron el desorden de las mujeres. Tomás
Moro prueba en su Utopía que es ventajoso para las mujeres entregarse al desenfreno, y
las ideas de este gran hombre no siempre eran sueños.
Entre los tártaros, cuanto más se prostituía una mujer tanto más honrada era; llevaba
públicamente al cuello las marcas de su impudicia, y no se estima ba a las que no llevaban
ese adorno. En Pegú las propias familias entregan sus mujeres o sus hijas a los
extranjeros que viajan: ¡se las alquilan a tanto por día, como los caballos y los carruajes!
En fin, varios volúmenes no bastarían para demostrar que nunca se consideró la lujuria
un crimen en ninguno de los pueblos sabios de la tierra. Todos los filósofos saben
de sobra que sólo a los impostores cristianos debemos haberlo erigido en crimen. Los
sacerdotes tenían por supuesto su motivo al prohibirnos la lujuria: esta recomendación,
reservando para ellos el conocimiento y la absolución de estos pecados secretos, les daba
un increíble dominio sobre las mujeres y les abría una carrera de lubricidad cuya extensión
no tenía límites. Ya sabemos de qué modo se aprovecharon de ello, y cómo seguirían
abusando si su crédito no se hubiera perdido sin remisión.
¿Es el incesto más peligroso? Indudablemente no; amplía los lazos de las familias y
en consecuencia vuelve más activo el amor de los ciudadanos por la patria; nos es dictado
por las primeras leyes de la naturaleza, lo sentimos, y el goce de objetos que nos
pertenecen nos parece siempre más delicioso. Las primeras instituciones favorecen el
incesto; lo encontramos en el origen de las sociedades; está consagrado por todas las
religiones; todas las leyes lo han favorecido. Si recorremos el universo, encontraremos
el incesto establecido por doquier. Los negros de la Costa de la Pimienta y de Río Gabón
prostituyen sus mujeres con sus propios hijos; el mayor de los hijos en el reino de
Judá debe desposar a la mujer de su padre; los pueblos del Chile se acuestan indistintamente
con sus hermanas, con sus hijas, y se casan a menudo a la vez con la madre y la
hija. Me atrevo a asegurar, en resumen, que el incesto debería ser la ley de todo gobierno
cuya base fuera la fraternidad. ¿Cómo pudieron hombres razonables llevar el absurdo
hasta el punto de creer que el goce de su madre, de su hermana o de su hija podría
ser alguna vez criminal? ¿No es, os pregunto, abominable prejuicio considerar crimen
el hecho de que un hombre estime en más para su goce el objeto al que el sentimiento
de la naturaleza más le acerca? Equivaldría a decir que nos está prohibido amar demasiado
a los individuos que la naturaleza más nos ordena que amemos, y que cuantas más
inclinaciones nos hace sentir hacia un objeto, tanto más nos ordena al mismo tiempo
que nos alejemos de él. Estas contradicciones son absurdas: sólo pueblos embrutecidos
por la superstición pueden creerlas o adoptarlas. La comunidad de mujeres que yo establezco,
entraña necesariamente el incesto y deja poco que decir sobre un presunto delito
cuya nulidad está demasiado demostrada para que sigamos insistiendo; y vamos a pasar
a la violación que, a la primera ojeada, parece ser, de todos los extravíos del libertinaje,
aquel cuya lesión está mejor establecida en razón del ultraje que parece hacer. Es, sin
embargo, cierto que la violación, acción rara y muy difícil de probar, causa menos perjuicio
al prójimo que el robo, puesto que éste invade la propiedad que el otro se contenta
con deteriorar. ¿Qué tendréis pues que objetar al violador si os responde que, de
hecho, el mal que ha cometido es más bien mediocre, puesto que no ha hecho sino poner
un poco antes a la criatura de que ha abusado en el estado en que poco después
había de ponerle el himeneo o el amor?
Mas la sodomía, ese presunto crimen que atrajo el fuego del cielo sobre las ciudades
entregadas a él, ¿no es un extravío monstruoso cuyo castigo nunca podría ser demasiado
fuerte? Es sin duda muy doloroso para nosotros tener que reprochar a nuestros antepasados
los asesinatos judiciales que osaron permitirse en este tema. ¿Es posible ser tan
bárbaro como para atreverse a condenar a muerte a un desgraciado individuo cuyo único
crimen es no tener los mismos gustos que vosotros? Uno se estremece cuando piensa
que, no hace aún cuarenta años, la absurdidad de los legisladores estaba todavía en ese
punto. Consolaos, ciudadanos; tales absurdos no volverán: la sabiduría de vuestros legisladores
os responde de ello. Completamente esclarecida sobre esta debilidad de algunos
hombres, hoy se comprende perfectamente que semejante error no puede ser criminal,
y que la naturaleza no podría haber otorgado al fluido que corre en nuestros riñones
una importancia tan grande como para enfadarse por el camino que nos plazca
hacer tomar a ese licor.
¿Cuál es el único crimen que puede existir aquí? Probablemente no lo es ponerse en
tal o cual lugar, a menos que se quiera sostener que todas las partes del cuerpo no son
iguales, y que hay unas puras y otras mancilladas; pero como es imposible seguir adelante
con tales absurdos, el único presunto delito sólo podría consistir en este caso en la
pérdida de la simiente. Ahora yo me pregunto si es verosímil que esa simiente sea tan
preciosa a los ojos de la naturaleza que se vuelva imposible perderla sin crimen. ¿Procedería
ella a diario a pérdidas semejantes si así fuera? ¿Y no es autorizarlas permitirlas
durante el sueño, en el acto del goce de una mujer embarazada? ¿Podemos imaginar que
la naturaleza nos dé la posibilidad de un crimen que la ultraja? ¿Puede consentir que los
hombres destruyan sus placeres y se hagan así más fuertes que ella? Es inaudito el
abismo de absurdos a que uno se lanza cuando para razonar se abandona la antorcha de
la razón. Tengamos, pues, por seguro que es tan sencillo gozar de una mujer de una
manera como de otra, que es absolutamente indiferente gozar de una muchacha que de
un muchacho, y que, una vez comprobado que en nosotros no pueden existir otras inclinaciones
que las que hemos recibido de la naturaleza, ésta es demasiado sabia y demasiado
consecuente para haber puesto en nosotros algo que puede ofenderla alguna vez.
El de la sodomía es resultado de la organización, y nosotros no contribuimos en nada
a esa organización. Niños en su más temprana edad anuncian este gusto, y ya no se corrigen
de él nunca. A veces es fruto de la saciedad; pero incluso en este caso, ¿pertenece
menos por ello a la naturaleza? Desde cualquier enfoque, es obra suya, y en todos los
casos lo que ella inspira debe ser respetado por los hombres. Si mediante un censo
exacto se llegara a probar que este gusto afecta infinitamente más a uno que a otro, que
los placeres que de él resultan son mucho más vivos y que por este motivo sus partidarios
son mil veces más numerosos que sus enemigos, ¿no podríamos deducir que, lejos
de ultrajar a la naturaleza, este vicio serviría sus miras, y que le importa menos la procreación
de lo que nosotros tenemos la locura de creer? Y, recorriendo el universo, ¡a
cuántos pueblos no vemos despreciar a las mujeres! Los hay que sólo se sirven de ella
para tener el hijo necesario para reemplazarlos. La costumbre que los hombres tienen de
vivir juntos en las repúblicas siempre volverá este vicio más frecuente, pero no es desde
luego peligroso. ¿Lo habrían introducido los legisladores de Grecia si así lo hubieran
creído? Muy lejos de eso, lo creían necesario para un pueblo guerrero. Plutarco nos
habla con entusiasmo del batallón de los amantes y de los amados; ellos solos defendieron
durante mucho tiempo la libertad de Grecia. Este vicio reinó en la asociación de las
hermandades de armas; la cimentó; los mayores hombres estuvieron inclinados a él.
Toda América, cuando fue descubierta, se la encontró poblada por personas de este gusto.
En Luisiana, los indios Illinois, vestidos de mujeres, se prostituían como cortesanas.
Los negros de Benguelé mantenían públicamente a hombres; casi todos los serrallos de
Argelia están poblados en la actualidad sólo por muchachos. En Tebas no se contentaban
con tolerarlo: ordenaban el amor de los muchachos; el filósofo de Queronea lo
prescribió para suavizar las costumbres de los jóvenes.
Ya sabemos hasta qué punto reinó en Roma: había allí lugares públicos en que los jóvenes
se prostituían vestidos de muchachas y las muchachas vestidas de muchachos.
Marcial, Catulo, Tibulo, Horacio y Virgilio escribían cartas a hombres como a sus
amantes, y en Plutarco finalmente leemos que las mujeres no deben tener ninguna participación
en el amor de los hombres. Los amasios de la isla de Creta raptaban antaño a
muchachos con las más singulares ceremonias. Cuando amaban a uno, participaban a
los padres el día en que el raptor quería raptarlo; el joven oponía alguna resistencia si su
amante no le placía; en caso contrario, partía con él, y el seductor lo devolvía a su familia
tan pronto como lo había utilizado; porque en esta pasión, como en la de las mujeres,
se tiene demasiado cuando uno ha tenido bastante. Estrabón nos dice que, en esa
misma isla, los serrallos sólo se llenaban con muchachos: los prostituían públicamente.
¿Queréis una última autoridad, hecha para demostrar cuán útil es este vicio en una república?
Escuchemos a jerónimo el Peripatético. El amor de los muchachos, nos dice,
se extendía por toda Grecia porque daba valor y fuerza, y porque servía para expulsar a
los tiranos; las conspiraciones se formaban entre amantes, y antes se dejaban torturar
que denunciar a sus cómplices; de esta manera, el patriotismo sacrificaba todo a la
prosperidad del estado; estaban seguros de que estas relaciones fortalecían la república,
clamaban contra las mujeres y era debilidad reservada al despotismo unirse a estas criaturas.
Siempre la pederastia fue vicio de los pueblos guerreros. César nos enseña que los galos
estaban completamente entregados a él. Las guerras que tenían que sostener las repúblicas,
al separar los dos sexos, propagaron el vicio, y cuando se reconocieron secuelas
tan útiles al estado, la religión lo consagró al punto. Se sabe que los romanos santificaron
los amores de Júpiter y de Ganímedes. Sexto Empírico nos asegura que esta
fantasía era obligatoria entre los persas. Finalmente, las mujeres celosas y despreciadas
ofrecieron a sus maridos el mismo servicio que recibían de los jóvenes; algunos lo probaron
y volvieron a sus antiguas costumbres por no parecerles posible la ilusión.
Los turcos, muy inclinados a esta depravación que Mahoma consagró en su Corán,
aseguran no obstante que una virgen muy joven puede reemplazar bastante bien a un
muchacho, y raramente las hacen mujeres sin haber pasado por esta prueba. Sixto Quinto
y Sánchez permitieron este desenfreno; el último se propuso probar incluso que era
útil a la procreación, y que un niño creado tras este curso previo estaba infinitamente
mejor constituido. Finalmente, las mujeres se resarcieron entre sí. Esta fantasía no tiene
indudablemente más inconvenientes que la otra, porque el resultado es sólo la negativa
a crear, y porque los medios de quienes tienen el gusto de la población son lo bastante
potentes como para que los adversarios nunca puedan perjudicarles. Los griegos basaban
asimismo este extravío de las mujeres en razones de Estado. De él resultaba que,
bastándose entre sí, sus comunicaciones con los hombres eran menos frecuentes y así
no perjudicaban los asuntos de la república. Luciano nos enseña los progresos que hizo
esta licencia, y no sin interés la vemos en Safo.
En una palabra, no hay ninguna clase de peligro en todas estas manías: aunque llegasen
más lejos, aunque llegasen a rozarse con monstruos y animales, como nos enseña el
ejemplo de muchos pueblos, no habría en todas estas nimiedades el menor inconveniente,
porque la corrupción de las costumbres, con frecuencia muy útil en un gobierno, no
podría perjudicarlo desde ningún punto de vista, y debemos esperar de nuestros legisladores
suficiente sabiduría y suficiente prudencia para estar completamente seguros de
que ninguna ley emanará de ellos para la represión de estas miserias que, por derivar
totalmente de la organización, no podrían hacer a quien siente inclinación por ellas más
culpable de lo que lo es el individuo que la naturaleza creó contrahecho.
En la segunda clase de delitos del hombre hacia sus semejantes sólo nos queda examinar
el asesinato; luego pasaremos a sus deberes para consigo mismo. De todas las
ofensas que el hombre puede hacer a su semejante, el asesinato es, sin contradicción, la
más cruel de todas puesto que le quita el único bien que ha recibido de la naturaleza, el
único cuya pérdida es irreparable. Muchas cuestiones sin embargo se plantean aquí,
abstracción hecha del mal que el asesino causa a quien se convierte en su víctima.
l. Esta acción, considerada desde las leyes solas de la naturaleza, ¿es realmente criminal?
2. ¿Lo es desde las leyes de la política?
3. ¿Es perjudicial para la sociedad?
4. ¿Cómo debe considerarse en un gobierno republicano?
5. Finalmente, ¿debe reprimirse el asesino mediante el asesinato?
Vamos a examinar por separado cada una de estas cuestiones: el tema es lo bastante
esencial para permitir que nos detengamos en él; quizá parezcan nuestras ideas algo
fuertes, ¿qué importa? ¿No hemos adquirido el derecho a decir todo? Desarrollemos
para los hombres grandes verdades: las esperan de nosotros; es hora de que el error desaparezca,
es preciso que su venda caiga junto con la corona de los reyes. ¿Es el asesinato
un crimen a ojos de la naturaleza? Ésa es la primera cuestión planteada.
Indudablemente vamos a humillar aquí el orgullo del hombre, rebajándolo al rango de
todas las demás producciones de la naturaleza, pero el filósofo no halaga las pequeñas
vanidades humanas; ardiente perseguidor de la verdad, la discierne bajo los tontos prejuicios
del amor propio, la alcanza, la desarrolla y la muestra audazmente a la tierra
asombrada.
¿Qué es el hombre y qué diferencia hay entre él y las demás plantas, entre él y los
demás animales de la naturaleza? Ninguna probablemente. Casualmente colocado, como
ellos, en este globo, ha nacido como ellos; se propaga, crece y decrece como ellos;
llega como ellos a la vejez y como ellos cae en la nada tras el término que la naturaleza
asigna a cada especie de animales en razón de la constitución de sus órganos. Si las semejanzas
son tan exactas que resulta completamente imposible a la mirada escrutadora
del filósofo percibir desemejanzas, entonces habrá tanto mal en matar a un animal como
a un hombre, o tan poco en lo uno como en lo otro, y sólo en los prejuicios de nuestro
orgullo estará la distancia; pero nada hay tan desgraciadamente absurdo como los prejuicios
del orgullo. Estrujemos no obstante la cuestión. No podéis dejar de convenir que
no sea igual destruir un hombre que una bestia; pero la destrucción de todo animal que
tiene vida, ¿no es decididamente un mal, como creían los pitagóricos y como creen hoy
todavía los habitantes de las riberas del Ganges? Antes de responder a esto, recordemos
en primer lugar a los lectores que sólo examinamos la cuestión en lo que atañe a la naturaleza;
luego la contemplaremos en relación a los hombres.
Ahora yo pregunto qué valor pueden tener para la naturaleza individuos que no le
cuestan ni el menor esfuerzo ni el menor cuidado. El obrero sólo estima su obra en razón
del trabajo que le cuesta, del tiempo que emplea en crearla. ¿Le cuesta el hombre a
la naturaleza? Suponiendo que le cueste, ¿le cuesta más que un mono o que un elefante?
Voy más lejos: ¿cuáles son las materias generadoras de la naturaleza? ¿De qué se componen
los seres que vienen a la vida? Los tres elementos que los forman ¿no resultan de
la primitiva destrucción de los demás cuerpos? Si todos los individuos fueran eternos,
¿no se le haría imposible a la naturaleza crear otros nuevos? Si la eternidad de los seres
es imposible para la naturaleza, su destrucción se convierte, por tanto, en una de sus
leyes. Ahora bien, si las destrucciones le son tan útiles que en modo alguno puede prescindir
de ellas, y si no puede llegar a sus creaciones sin abrevar en esas masas de destrucción
que le prepara la muerte, desde ese momento la idea de aniquilación que achacamos
a la muerte no será ya real; no habrá aniquilamiento comprobado; lo que nosotros
llamamos fin de un animal que tiene vida no será entonces un fin real sino una simple
transmutación, cuya base es el movimiento perpetuo, verdadera esencia de la materia,
admitida por todos los filósofos modernos como una de sus primeras leyes. La muerte,
según estos principios irrefutables, no es por lo tanto más que un cambio de forma, un
paso imperceptible de una existencia a otra: esto es lo que Pitágoras llamaba la metempsícosis.
Una vez admitidas estas verdades, yo pregunto si alguna vez se podrá sostener que la
destrucción sea un crimen. Con el propósito de conservar vuestros absurdos prejuicios,
¿osaréis decirme que la transmutación es una destrucción? Indudablemente, no; porque
sería necesario para ello demostrar en la materia un instante de inacción, un momento de
reposo. Ahora bien, jamás descubriréis ese momento. Pequeños animales se forman en el
instante mismo en que el gran animal ha perdido el aliento, y la vida de estos pequeños
animales no es más que uno de los efectos necesarios y determinados por el sueño momentáneo
del grande. ¿Osaréis decir ahora que place más a la naturaleza el uno que el
otro? Para ello habría que probar una cosa imposible: que la forma alargada o cuadrada es
más útil, más agradable a la naturaleza que la forma oblonga o triangular; habría que probar
que, respecto a los planes sublimes de la naturaleza, un vago que engorda en la inacción
y en la indolencia es más útil que el caballo, cuyo servicio es tan esencial, o que el
buey, cuyo cuerpo es tan precioso que ninguna de sus partes queda sin utilidad; habría
que decir que la serpiente venenosa es más necesaria que el perro fiel.
Ahora bien, como todos estos sistemas son insostenibles, es preciso, por tanto, consentir
en admitir la imposibilidad en que nos hallamos de aniquilar las obras de la naturaleza,
dado que lo único que hacemos, al entregarnos a la destrucción, no es más que operar una
variación en las formas, que no puede apagar la vida, y está fuera del alcance de las fuerzas
humanas probar que pueda existir algún crimen en la pretendida destrucción de una
criatura, de cualquier edad, sexo o especie que la supongáis. Llevados más adelante aún
por la serie de nuestras consecuencias, que nacen unas de otras, habrá que convenir finalmente
en que, lejos de perjudicar a la naturaleza, la acción que cometéis al variar las
formas de sus diferentes obras es ventajosa para ella, puesto que mediante esa acción le
proporcionáis la materia prima de sus reconstrucciones, cuyo trabajo se le haría impracticable
si no destruyeseis. ¡Ea!, dejadla hacer, os dicen. Con toda evidencia hay que dejarla
hacer, pero son sus impulsos lo que el hombre sigue cuando se entrega al homicidio; es la
naturaleza la que lo aconseja, y el hombre que destruye a su semejante es a la naturaleza
lo que le es la peste o el hambre, igualmente enviadas por su mano, la cual se sirve de
todos los medios posibles para obtener antes esa materia prima de destrucción, absolutamente
esencial para sus obras.
Dignémonos esclarecer un instante nuestra alma con la santa antorcha de la filosofía:
¿qué otra voz sino la de la naturaleza nos sugiere los odios personales, las venganzas, las
guerras, en una palabra, todos esos motivos de asesinatos perpetuos? Y si ella nos lo
aconseja, es que los necesita. ¿Cómo podemos nosotros, según esto, suponernos culpables
ante ella, desde el momento en que no hacemos sino seguir sus miras?
Pero esto es más de lo necesario para convencer a cualquier lector ilustrado de que es
imposible que el asesinato pueda ultrajar alguna vez a la naturaleza.
¿Hay crimen en política? Nos atrevemos a confesar, por el contrario, que desgraciadamente
es uno de los grandes resortes de la política. ¿No fue a fuerza de asesinatos
como Roma se convirtió en dueña del mundo? ¿No fue a fuerza de asesinatos como
Francia es libre hoy? Es inútil advertir aquí que sólo se habla de asesinatos ocasionados
por la guerra, y no de atrocidades cometidas por los facciosos y los desorganizadores;
éstos, abocados a la execración pública, no necesitan ser invocados para excitar siempre
el horror y la indignación generales. ¿Qué ciencia humana tiene más necesidad de sostenerse
por el asesinato que aquella que sólo tiende a engañar, que aquella que no tiene
otra meta que el crecimiento de una nación a expensas de otra? Las guerras, únicos frutos
de esta bárbara política, ¿son otra cosa que los medios de que se nutre, con que se
fortifica, con que se sostiene? ¿Y qué es la guerra sino la ciencia de destruir? Extraña
ceguera la del hombre, que enseña públicamente el arte de matar, que recompensa al
que mejor lo hace y que castiga a aquél que, por una causa particular, se ha deshecho de
su enemigo. ¿No es hora de volver a hablar de errores tan bárbaros?
Finalmente, ¿es el asesinato un crimen contra la sociedad? ¿Quién pudo nunca creerlo
razonablemente? ¡Ah! ¿Qué le importa a esa numerosa sociedad que haya entre ella un
miembro más o menos? Sus leyes, sus costumbres, sus usos, ¿se viciarán por ello? ¿Ha
influido alguna vez la muerte de un individuo sobre la masa general? Y tras la pérdida
de la mayor batalla, qué digo, tras la extinción de la mitad del mundo, de su totalidad si
se quiere, el pequeño número de seres que pudiera sobrevivir, ¿experimentaría la menor
alteración material? ¡Ah, no! La naturaleza entera no lo sentiría, y el tonto orgullo del
hombre, que cree que todo está hecho para él, quedaría sorprendido tras la destrucción
total de la especie humana si viera que nada varía en la naturaleza y que el curso de los
astros no se ha retrasado siquiera por ello. Prosigamos.
¿Cómo debe verse el asesinato en un Estado guerrero y republicano?
Con toda seguridad, sería extremadamente peligroso desacreditar esa acción, o castigarla.
La altivez del republicano exige un poco de ferocidad; si se ablanda, si su energía
se pierde, pronto será sojuzgado. Aquí aparece una reflexión muy singular, pero como
es verdadera pese a su audacia, la diré. Una nación que comienza a gobernarse como
republica sólo se sostendrá por las virtudes, porque para llegar a lo más, siempre hay
que empezar por lo menos; pero una nación ya envejecida y corrompida que valerosamente
sacude el yugo de su gobierno monárquico para adoptar otro republicano, sólo se
mantendrá mediante muchos crímenes; porque está ya en el crimen, y si quisiera pasar
del crimen a la virtud, es decir, de un estado violento a un estado suave, caería en una
inercia cuyo resultado sería muy pronto su ruina cierta. ¿Qué sería del árbol que transplantaseis
de un terreno lleno de vigor a una llanura arenosa y seca? Todas las ideas intelectuales
están tan subordinadas a la física de la naturaleza que las comparaciones
proporcionadas por la agricultura jamás nos engañarán en moral.
Los hombres más independientes, los más cercanos a la naturaleza, los salvajes, se
entregan con impunidad diariamente al asesinato. En Esparta y en Lacedemonia salían a
la caza de ilotas como en Francia vamos a la de perdices. Los pueblos más libres son
aquellos que mejor acogida le prestan. En Mindanao, quien quiere cometer un asesinato
es elevado al rango de los valientes: le adornan al punto con un turbante; entre los caraguos
hay que haber matado a siete hombres para obtener los honores de ese tocado; los
habitantes de Borneo creen que todos cuantos matan les servirán cuando ya no existan;
los devotos españoles llegaban a prometer a Santiago de Galicia matar doce americanos
diarios; en el reino de Tangut escogen un hombre joven, fuerte y vigoroso, al que le
está permitido, en ciertos días del año, matar a todo el que encuentre. ¿Hubo algún pue-
blo más amigo del asesinato que los judíos? Lo vemos en todas las formas, en todas las
páginas de su historia.
El emperador y los mandarines de China adoptan de cuando en cuando medidas para
hacer que el pueblo se rebele, a fin de obtener mediante estas maniobras derecho a cometer
una horrible carnicería. Si ese pueblo blando y afeminado se liberara del yugo de
sus tiranos, los mataría a palos con mucho mayor motivo, y el asesinato, siempre adoptado,
siempre necesario, no haría más que cambiar de víctimas; era la dicha de unos, se
convertirá en la felicidad de los otros.
Una infinidad de naciones toleran los asesinatos públicos; están totalmente permitidos
en Génova, en Venecia, en Nápoles y en toda Albania; en Kachao, junto al río de Santo
Domingo, los asesinos, con una vestimenta conocida y confesada, degüellan por orden
vuestra y ante vuestros ojos al individuo que les señaléis; los indios toman opio para
animarse al asesinato; precipitándose luego a las calles, masacran todo lo que encuentran
a su paso; los viajeros ingleses han dado testimonio de esta manía en Batavia.
¿Qué pueblo fue a un tiempo más grande y más cruel que los romanos, y que nación
conservó por más tiempo su esplendor y su libertad? El espectáculo de los gladiadores
mantuvo su coraje; se volvió guerrera por su hábito de convertir en un juego el asesinato.
Doce o quince víctimas diarias llenaban la arena del circo, y allí, las mujeres, más
crueles que los hombres, osaban exigir que los moribundos cayesen con gracia y mostraran
sus formas aun bajo las convulsiones de la muerte. Los romanos pasaron de ahí al
placer de ver estrangular enanos en su presencia; y cuando el culto cristiano, infectando
la tierra, vino a persuadir a los hombres de que era malo matarse, los tiranos encadenaron
al punto a ese pueblo, y los héroes del mundo se convirtieron pronto en juguetes.
Por doquiera, en fin, se ha creído con razón que el asesino, es decir, el hombre que
ahogaba su sensibilidad hasta el punto de matar a un semejante y de arrostrar la venganza
pública o particular, por doquiera, digo, se ha creído que semejante hombre tenía
que ser muy peligroso, y en consecuencia muy precioso en un gobierno guerrero o republicano.
Repasemos las naciones que, más feroces aún, sólo quedaron satisfechas inmolando
niños, y con mucha frecuencia a los propios: veremos estas acciones, universalmente
adoptadas, formar parte en ocasiones de las leyes. Muchos pueblos salvajes
matan a sus hijos en cuanto nacen. Las madres, a orillas del río Orinoco, convencidas
como estaban de que sus hijas sólo nacían para ser desgraciadas, puesto que su destino
era convertirse en esposas de los salvajes de aquella comarca, que no podían soportar a
las mujeres, las inmolaban tan pronto como las habían dado a luz. En Trapobana y en
el reino de Sopit, todos los niños deformes eran inmolados por los mismos padres. Las
mujeres de Madagascar exponían a las bestias salvajes los hijos nacidos ciertos días de
la semana. En las repúblicas de Grecia se examinaba cuidadosamente a los niños cuando
llegaban al mundo, y si no los encontraban formados de manera que pudieran defender
un día a la república, eran inmolados al punto: allí no consideraban esencial cons-
truir casas ricamente provistas para conservar esa vil espuma de la naturaleza humana.
Hasta el traslado de la sede del imperio, todos los romanos que no querían alimentar a
sus hijos los arrojaban al vertedero. Los antiguos legisladores no tenían ningún escrúpulo
en condenar a los niños a muerte, y nunca ninguno de sus códigos reprimió los derechos
que un padre creyó tener siempre sobre su familia. Aristóteles aconsejaba el aborto;
y estos antiguos republicanos, llenos de entusiasmo y de ardor por la patria, despreciaban
esa conmiseración individual que se encuentra entre las naciones modernas; se
amaba menos a los hijos, pero se amaba más al país. En todas las ciudades de China,
cada mañana se encuentra una increíble cantidad de niños abandonados en las calles;
una carreta los recoge al despuntar el día, y los arrojan a una fosa; a menudo las comadronas
mismas liberan a las madres, ahogando nada más nacer sus frutos en cubos de
agua hirviendo o arrojándolos al río. En Pekín, los ponen en pequeñas canastillas de
juncos que abandonan en los canales; cada día retiran lo que flota en esos canales, y el
célebre viajero Duhalde estima en más de treinta mil el número diario que quitan cada
vez. No puede negarse que no sea extraordinariamente necesario y extremadamente político
poner coto a la población en un gobierno republicano; por intenciones completamente
contrarias, hay que alentarla en una monarquía: en ésta, los tiranos sólo son ricos
en razón del número de sus esclavos, necesitan evidentemente hombres; pero la abundancia
de población, no lo dudemos, es un vicio real en un gobierno republicano. No
hay, sin embargo, que degollarlos para disminuirlo, como decían nuestros modernos decenviros:
sólo se trata de no permitirle los medios de extenderse más allá de los límites
que su felicidad le prescribe. Guardaos de multiplicar demasiado un pueblo en el que
cada ser es soberano y estad seguros de que las revoluciones no son nunca otra cosa que
secuelas de una población muy numerosa. Si para esplendor del Estado concedéis a
vuestros guerreros el derecho a destruir hombres, para la conservación de ese mismo
Estado conceded igualmente a cada individuo que se entregue cuanto quiera, puesto que
puede hacerlo sin ultrajar a la naturaleza, al derecho de deshacerse de los niños que no
puede alimentar o de aquellos de los que el gobierno no puede sacar ningún beneficio;
concededle asimismo deshacerse, con los riesgos y peligros a su costa, de todos los
enemigos que pueden perjudicarle, porque el resultado de todas estas acciones, absolutamente
nimias en sí mismas, será mantener vuestra población en un estado moderado y
nunca lo bastante numeroso para perturbar vuestro gobierno. Dejad decir a los monárquicos
que un Estado sólo es grande en razón de su extremada población: ese Estado
será siempre floreciente si, contenido en sus justos límites, puede traficar con lo superfluo.
¿No podáis el árbol cuando tiene demasiadas ramas? Y para conservar el tronco,
¿no cortáis las ramas? Todo sistema que se aparte de estos principios será una extravagancia
cuyos abusos enseguida nos llevarían a un vuelco total del edificio que acabamos
de levantar con tanto esfuerzo. Pero no es cuando el hombre ya está hecho cuando
hay que destruirlo a fin de disminuir la población: es injusto abreviar los días de un in-
dividuo bien conformado; no lo es, digo yo, impedir llegar a la vida a un ser que ciertamente
será inútil al mundo. La especie humana debe ser depurada desde la cuna; hay
que suprimir de su seno a todo aquel de quien se suponga que no habrá ser nunca útil a
la sociedad; éstos son los únicos medios razonables para aminorar una población cuyo
excesivo número es, como acabamos de demostrar, el más peligroso de los abusos.
Es hora de resumir.
¿Debe ser reprimido el asesinato con el asesinato? Indudablemente, no. No impongamos
jamás al asesino otra pena que aquella en que puede incurrir por la venganza de los
amigos o de la familia del muerto. Yo os otorgo el perdón, decía Luis XV a Charolais,
que acababa de matar un hombre para divertirse, pero también lo concedo a quien os mate.
Todas las bases de la ley contra los asesinos se encuentran en esa frase sublime.
En una palabra, el asesinato es un horror, pero un horror con frecuencia necesario,
nunca criminal, esencial para que se tolere en un Estado republicano. He demostrado
que el universo entero ha dado ejemplos de ello; pero ¿hay que considerarlo como una
acción hecha para ser penada con la muerte? Quienes respondan al dilema siguiente
habrán resuelto la pregunta: ¿El asesinato es un crimen ò no lo es? Si no lo es, ¿por qué
hacer leyes que lo castiguen? Y si lo es, ¿por qué bárbara y estúpida inconsecuencia
vais a castigarlo con un crimen igual?
Sólo nos queda hablar de los deberes del hombre para consigo mismo. Como el filósofo
únicamente adopta esos deberes cuando tienden a su placer o a su conservación, es
completamente inútil recomendarle su práctica, más inútil aún imponerle penas si falta
a ellos.
El único delito que el hombre puede cometer en este género es el suicidio. No me entretendré
probando aquí la imbecilidad de las personas que erigen esta acción en crimen:
remito a la famosa carta de Rousseau a quienes aún puedan tener alguna duda al
respecto. Casi todos los antiguos gobiernos autorizaban el suicidio por política o por
religión. Los atenienses exponían en el Areópago las razones que tenían para matarse:
luego se apuñalaban. Todas las repúblicas de Grecia toleraron el suicidio; entraba en los
planes de los legisladores; uno se mataba en público, y hacía de su muerte un espectáculo
de aparato. La república de Roma alentó el suicidio: aquellas abnegaciones por la
patria, tan célebres, no eran más que suicidios. Cuando Roma fue tomada por los galos,
los más ilustres senadores se entregaron a la muerte; recuperando ese mismo espíritu,
adoptemos las mismas virtudes. Durante la campaña del 92 un soldado se mató de pena
por no poder seguir a sus camaradas en la acción de Jemmapes. Siempre a la altura de
estos orgullosos republicanos, pronto superaremos sus virtudes: es el gobierno el que
hace al hombre. Un hábito tan prolongado de despotismo había debilitado totalmente
nuestro coraje; había depravado nuestras costumbres; pronto vamos a ver de qué acciones
sublimes es capaz el genio, el carácter francés, cuando es libre; al precio de nuestras
fortunas y de nuestras vidas, sostengamos esa libertad que ya nos ha costado tantas víctimas;
no lo lamentemos si alcanzamos nuestra meta; ellas mismas, todas, se han entregado
voluntariamente; no volvamos su sangre inútil; pero unión... unión, o perderemos
el fruto de todos nuestros esfuerzos; probemos leyes excelentes sobre las victorias que
acabamos de conseguir; nuestros primeros legisladores, esclavos aún del déspota que por
fin hemos abatido, no nos dieron más que leyes dignas de ese tirano, al que todavía incensaban;
rehagamos su obra, pensemos que es para republicanos y para filósofos para
los que por fin vamos a trabajar; que nuestra leyes sean dulces como el pueblo que deben
regir.
Al presentar aquí, como acabo de hacerlo, la nimiedad, la indiferencia de una infinidad
de acciones que nuestros antepasados, seducidos por una religión falsa, miraban como
criminales, reduzco nuestro trabajo a bien poco. Hagamos pocas leyes, pero que sean
buenas. No se trata de multiplicar los frenos: se trata de dar al que utilicemos una calidad
indestructible. Que las leyes que promulguemos no tengan otra meta que la tranquilidad
del ciudadano, su felicidad y el esplendor de la república. Mas, después de haber arrojado
al enemigo de vuestras tierras, franceses, no quisiera que el ardor de propagar vuestros
principios os arrastrase más lejos; sólo con el hierro y el fuego podríais llevarlos al fin del
universo. Antes de cumplir tales resoluciones, acordaos de los desgraciados sucesos de
las Cruzadas. Cuando el enemigo esté al otro lado del Rhin, creedme, guardad vuestras
fronteras y quedaos en casa; reanimad vuestro comercio, dad de nuevo energía y salidas a
vuestras manufacturas; haced florecer vuestras artes, animad la agricultura, tan necesaria
en un gobierno como el vuestro y cuyo espíritu debe poder abastecer a todo el mundo sin
que nadie pase necesidad; dejad a los tronos de Europa desmoronarse por sí mismos;
vuestro ejemplo, vuestra prosperidad los derrocarán pronto sin que tengáis necesidad de
intervenir.
Invencibles en vuestro interior y modelos de todos los pueblos por vuestra civilización
y vuestras buenas leyes, no habrá gobierno en el mundo que no trabaje por imitaros, ni
uno sólo que no se honre con vuestra alianza; mas si, por el vano honor de llevar vuestros
principios lejos, abandonáis el cuidado de vuestra propia felicidad, el despotismo, que
sólo está adormecido, renacerá, las disensiones intestinas os desgarrarán, habréis agotado
vuestras finanzas y vuestras conquistas, y todo esto para volver a besar los hierros que
habrán de imponeros los tiranos que os habrán subyugado durante vuestra ausencia. Todo
lo que deseáis puede hacerse sin que sea necesario abandonar vuestros hogares; que los
demás pueblos os vean felices, y correrán a la dicha por el mismo camino que vosotros
les habréis trazado.