sábado, 22 de diciembre de 2007

Heinrich Wiegand Petzet. "Encuentros y diálogos con Martin Heidegger" (1929-1976) Ed. Katz, 2007

"¿Y en qué trabaja usted ahora?" Cuando Heidegger invitaba a una conversación, a una caminata por el bosque, a un vaso de vino por la tarde, siempre había que estar preparado para esta pregunta. ...l, que era un trabajador incansable, no podía concebir que para alguien transcurriese un día sin el esfuerzo del trabajo. Pero el trabajo no significaba para él ni esclavitud ni apresuramiento. Era el compromiso permanente, nunca suspendido, de seguir construyendo su propio camino, una carga sagrada, que brotaba sin obligación ni urgencias. Como todos los grandes trabajadores -Kant, por ejemplo-, también él se concedía respiros en su esfuerzo. Cualquiera que haya oído su risa sabe cuán jovial podía ser su ánimo; la imagen de Heidegger como "existencialista" eternamente ceñudo es un invento, un invento malintencionado que algunos de sus detractores se empeñaron en propagar. "La presión de los negocios -escribía el joven Goethe en una carta- es muy bella para el alma; cuando ésta se ha descargado, juega con tanta mayor libertad." Si en lugar de la palabra "negocios" se escribe la tarea del gran trabajo, esta frase se aplica plenamente a Heidegger, aunque nunca se alivió por completo de esa tarea, que se le hizo aun más pesada en su vejez. A veces gustaba decir que no había nada que supiera hacer mejor que no pensar en nada; lo decía especialmente cuando alguien se lamentaba por él, diciendo que seguramente era arduo pensar tanto. Sin embargo, bien entendida, su respuesta albergaba un doble sentido de los que tanto le gustaban. Se interesaba sinceramente por el trabajo de sus amigos, aunque a veces lo pillaba a uno en falta, cuando uno no había trabajado con suficiente ahínco. "Puesto que la última vez vino mal preparado, y sin embargo el asunto de Klee le importa tanto, quisiera pedirle que pase a buscarme el Viernes Santo a las 15 para dar un paseo por el bosque" (23/3/59). En otra oportunidad, una invitación a cenar se cierra con estas palabras: "Después podremos, no digo resolver, pero al menos discutir sus preguntas". La visión del escritorio de Zähringen creaba de inmediato un clima densamente habitado por las preguntas del pensador. Cuando en ocasión de la Navidad de 1953 le envié un libro de un profesor del círculo de Kant, hoy olvidado, me respondió que yo era un maestro para hallar libros raros y apropiados. El libro se acercaba a su trabajo: "El primer párrafo de la introducción dio en el blanco conmigo: «El pensamiento es el elemento en cuyo seno el hombre mejor prospera». Como se dice y se muestra en lo que viene después, no se trata de una sentencia iluminista". El trabajo del pensamiento le garantizaba prosperidad. ¿Pero qué tiene que ver todo esto con Messkirch, la ciudad natal desde la que se elevó el arco de esa vida, y a la que hemos de volver nuestra mirada ahora? Extremando los términos, podría decirse que en cierto modo en sus años tardíos Messkirch fue para Heidegger sinónimo de su trabajo. Se han dicho y se han escrito algunas cosas acertadas, pero sobre todo, lamentablemente, muchas necedades acerca de la relación del pensador con su antiguo terruño. Confundir esa relación con provincianismo solo es posible desde una perspectiva como la que trae consigo la limitación, diríase "pavimentada", de la "estrechez urbana", en muchos casos propia del ser humano actual. Parece que la sensibilidad para tratar con lo originario, con las raíces, va muriendo; por doquier se transitan caminos del bosque que ya no conducen a las fuentes. Allí donde predomina la pura intelectualidad, el "terruño" no es más que una palabra. O la sensiblería de un folclore relamido. Lo que Heidegger entendía por terruño, y lo que vivenció como terruño hasta sus últimos días, nada tenía que ver con sentimentalismo. Los recuerdos que guardaba de Messkirch no eran de otra índole que los que incluso al citadino más empedernido lo ligan con su lugar de origen, y estos recuerdos hacían que para él la vieja ciudad provinciana -con el castillo de los condes de Zimmern, sus cuatro torres y la iglesia de San Martín, cuya mole emerge de entre la maraña de callejuelas- tuviera un aspecto sin duda diferente del que podía presentar a los ojos de un forastero. Pero no se retiraba a ese lugar del interior de Heuberg, llamado por los de afuera -ya con admiración, ya con ironía- "rincón de los genios" porque era cuna de maestros tan diversos como "el de Messkirch", Conradin Krenzer, Johan Baptist Seeles, Conrad Gröbers y el mismo Heidegger; no se retiraba a ese lugar con patetismo o con arrebatos de entusiasmo. En definitiva, se trataba de estar en casa, en la lengua natal, de encontrarse cobijado por las gentes a las que se pertenecía y de entre las cuales había surgido. Heidegger había vivido su primera juventud en Messkirch; luego, apadrinado a causa de su capacidad y destinado al sacerdocio, pasó a Constanza en 1903, y en 1906 ingresó al liceo de Friburgo. Durante sus vacaciones, y más tarde en los períodos preparatorios para la carrera académica (a partir de 1909), regresaba siempre a su terruño de Messkirch. La fidelidad para con el camino campestre es un trazo fundamental de la vida de Heidegger. Allí meditó "unos u otros escritos de los grandes pensadores", que descansaron sobre el banco junto al camino. En el diálogo, por otra parte, no agregaba más detalles a lo que esta frase de "El camino campestre" deja entrever. Haber sido introducido al silencio de las cosas del terruño no significaba que ellas hubiesen quedado al desnudo. Recuerdo muy bien mi primera visita a Messkirch, cuando caminé con Heidegger por las callejuelas, y luego, siguiendo el camino bordeado de grandes tilos que flanquea el parque del castillo por el sur, me condujo al camino campestre (que por entonces no era una calle pavimentada), regresamos por los oscuros patios del castillo hasta la plaza situada frente a la iglesia, con su frente casi hostil y la torre de cúpula renacentista, que se divisa desde la campiña circundante. [...] Más adelante, durante un paseo prolongado, Heidegger se refirió alguna vez, más con alusiones que con palabras directas, cuán indeciblemente difícil se le había hecho (¡y cuán difícil le habían hecho!) abandonar la teología y salirse de la vía ya emprendida del sacerdocio para hacer su propio camino. (Mucha de la aversión por el poder y la influencia de "los de negro" que manifestaba ocasionalmente se entiende mejor desde esta perspectiva.) El hecho de que sin embargo no se transformase en un "renegado", en un apóstata displicente, de que siguiera siendo miembro de la vieja iglesia -que por su parte no le negó la cristiana sepultura- es uno de los enigmas de esa vida, que recubre sus dolores acaso nunca totalmente superados. Esa fue la única ocasión en que tocamos el punto. Un servicio en la catedral protestante de Bremen lo dejó indiferente. Pero en Ronchamp, cuando visitamos la nueva iglesia de peregrinación proyectada por Le Corbusier, abandonó a sus acompañantes, interesados en inspeccionar la arquitectura, porque quería seguir la misa que un joven sacerdote celebraba ante los peregrinos según una modalidad novedosa para él. [...] Cierta vez, el escritor Hans Bender, que trabajaba en una publicación sobre viejos y nuevos métodos en la educación escolar, escribió a Heidegger solicitándole que narrase algo acerca de los antiguos maestros de escuela. Este respondió que no se trataba de una pregunta fácil, porque era necesario comenzar desde muy atrás. Las explicaciones que Bender adjuntaba a su pregunta indicaban que le interesaba saber si los maestros de antes eran efectivamente esas "caricaturas" que muchas veces se hacía de ellos o si, a pesar de todo, le daban al niño algo "para la vida". Durante el diálogo sobre ese tema, que tuvo lugar en el estudio de Heidegger en Friburgo, afirmé que no podía imaginar que el maestro hubiese sido realmente ese hombre de sombrero de ala caída armado de su báculo, que tan a menudo retrataban los caricaturistas. Heidegger respondió que sí, que así era, lamentablemente. "Si pienso en la escuela primaria, ¡cómo golpeaban! Bastaba un gesto mínimo del maestro para que el «delincuente» fuese apresado. Los maestros golpeaban sin cesar. ¡Con la vara gruesa!" Le respondí que esa miniatura de la realidad de Messkirch me traía a la memoria los terribles recuerdos de escuela que Rilke había echado en cara a su antiguo maestro, el general de división Sedlakowitz; Heidegger estuvo de acuerdo, pero aclaró que luego, en el liceo de Constanza, las cosas habían sido diferentes. "Es cierto que también allí los profesores eran rigurosos, muy rigurosos, pero con ellos se podía aprender algo, aunque algunos eran bastante peculiares. Por ejemplo, nuestro profesor de griego..." [...] Aún conservo una pequeña fotografía que Heidegger me envió para la Navidad de 1952. "Muestra una parte al noroeste del castillo donde solía andar mucho de niño." ¿Se trataba acaso del improvisado campo de fútbol de la Juventud de Messkirch, en la que el pequeño Martin jugaba como wing izquierdo? Tampoco más tarde renegó de esta vocación deportiva, aunque por lo general solo se lo conocía como buen nadador y esquiador. Cuál no fue mi sorpresa cuando un día, a comienzos de la década de 1960, me preguntó si los caseros de mi vivienda de Friburgo tenían televisor, y, en caso afirmativo, si podía ver con ellos un partido importante. Mi casero, no menos sorprendido, accedió con mucho gusto. La tarde señalada Heidegger llegó y sin timidez ocupó su sitio en el pequeño círculo familiar, aficionado al fútbol. Le procuré una taza de té y él, mirándome con picardía, me despidió diciendo: "Bueno, Petzet, váyase a su departamento a trabajar, que de fútbol no entiende nada". Dicho lo cual se enfrascó en el partido HSV-Barcelona, que se disputaba en Bruselas; según me contaron luego, "participó" tanto del juego que llegó a patear con el pie izquierdo, derramando sobre su rodilla lo que quedaba de té en su taza. A partir de ese día, el mismo propósito lo trajo repetidas veces a la calle Schwarzwald. Años después de la muerte de Heidegger me enteré de otro hecho que para mí, tan ajeno al fútbol, echaba nueva luz sobre la pasión que el antiguo wing izquierdo de Messkirch seguía sintiendo por su deporte de juventud. El director artístico del teatro de Friburgo, Hans-Reinhard Müller, me relató que cierta vez, viajando en tren desde Karlsruhe hasta Friburgo, había encontrado a Heidegger, que regresaba de una sesión de la Academia en Heidelberg, y se había presentado a él. Con la esperanza de entablar un interesante diálogo sobre literatura y teatro, había intentado captar la atención de Heidegger, hablando de su propia actividad en Friburgo; pero fue en vano (no tenía modo de saber que a Heidegger le preguntó si también tenía contacto con la televisión; para explicar su pregunta, aclaró que lo único que le importaba de esa tecnología moderna eran las transmisiones de fútbol, en particular las de partidos internacionales; especialmente le interesaban los ingleses. También expresó su gran admiración por Franz Beckenbauer. Hizo una apasionada descripción de su juego, manifestando cuánto lo fascinaban la táctica y el manejo de la pelota del jugador, y, ante la estupefacción de su interlocutor, llegó incluso a ensayar una demostración efectiva de tales sutilezas. No menos admiraba la destreza de Beckenbauer para eludir los choques con jugadores contrarios, que con tanta frecuencia parecían inevitables; exaltándose, llegó por último a hablar de la "invulnerabilidad" de ese futbolista, al que caracterizó como "genial".

Por Heinrich Wiegand Petzet [Traducción: Lorenzo Langbehn]