sábado, 19 de enero de 2008

Matías Serra Bradford. Una tormenta en una taza de té

A los quince años, pasó de darles de fumar a los murciélagos en el campanario de una iglesia en las afueras de Londres -en la que oficiaba de perplejo monaguillo- a trabajar en los ferrocarriles de un país del otro lado del Atlántico. Aquí, años más tarde, vendería máquinas de calcular y escribir, y fuera de horario fraccionaría té proveniente de Ceilán, bautizado Té Oso. Medio siglo después, por entregas, durante sucesivas visitas dominicales, les explicaría a sus bisnietos (el más grande orillaba los quince años) que lo que tomaba, en lugar de llamarlo por su nombre (Black & White o Glenfiddich), era "un poco de té con agua".

La primera imagen que tengo del té es inseparable de esos domingos, del antepasado más lejano que conocí, en cuya vida leo hoy el negativo de la mía. Guardo la imagen de tazas de té a la altura de los ojos -la altura de la mesa-, cuando mis hermanos y yo nos asomábamos a la mesa dominical de mis padres y abuelos, enardecidos como veníamos luego de vencer al jardín con una pelota de cuero y espadas de madera, batalla que el jardinero italiano -veterano de la Segunda Guerra- deconstruiría a la mañana siguiente. El té que la familia disfrutaba aparecía encapsulado en otro tiempo, otra dimensión, una estática general que a la vez implicaba una rara comunión con la temperatura que nosotros traíamos. Para los adultos, té era sinónimo de conversación; para quienes estábamos de pie alrededor de la mesa, fuera del círculo de voleas verbales, se trataba de un curso délfico de entre casa: aprendizaje de términos novísimos, réplicas repentinas, la ocurrencia como cortina de humo del tedio, la repartición del silencio.


El calor de la tetera se respetaba como a un tótem iracundo, no menos sacro por esa razón. Veíamos que todos los momentos -las fases- que habíamos ido quemando al aire libre, para los que estaban sentados alrededor de la mesa sorbiendo sus tazas había sido un solo instante sin fin, que había tenido su origen minutos antes del almuerzo, se había retardado durante la sobremesa y se dirigía sin distracción al punto cumbre (por ser el último) del té. Esa hora significaba otro umbral, el final del domingo, el recordatorio de que el día siguiente no sería otra cosa que un lunes de clases. (El crítico Desmond MacCarthy nunca produjo la gran obra que prometía, excepto, como lo sentenció Virginia Woolf, "en esa hora entre el té y la cena cuando tantas cosas se vuelven no sólo posibles sino alcanzables.") Paciencia era lo que más reclamaba el telón de fondo de la infancia y lo último en servírsele. Lo mismo exigía el té: espera. Taza y demora eran sinónimos, gemelos de distinto padre, mientras los alumnos que éramos se salían de sí por crecer, por dejar atrás la dilación como método de supervivencia, en la ilusoria creencia de que al llegar a grandes no habría horarios, deberes, pruebas .


Las horas del té


Durante los primeros veinte años, no menos, el té se asocia con la enfermedad, la tos, la gripe, la convalecencia. El té hace bien . Ese axioma no nos abandonará nunca, ni en medio de la peor catástrofe. (El doctor holandés Cornelis Bontekoe enumeró para siempre sus cualidades benéficas: purifica la sangre, ahuyenta el sueño pesado, cura el vértigo, la migraña y el catarro, mejora la vista, alivia la fatiga, vence el tedio y el temor, despabila la mente, fortalece la memoria y la energía sexual. No se ha demostrado lo contrario en ninguno de los ítems mencionados.) Será por sus bondades que el té supone una fragilidad suplementaria. Es más fácil trasladar, por su tamaño, una taza de café; una taza de té es una pócima incandescente siempre tentada de caer. "La tetera se desfonda de pronto, y siempre a la hora crítica de servir el té a los amigos", soltaba Alfonso Reyes.


Taza y plato tiemblan en el traslado de una mano a otra, en el trayecto de la mesa a los labios. Lo que más asombra es ver a alguien hacer un "autopase", la mano derecha que deposita la taza en la izquierda, traslado que sin querer repite y honra el viaje del té de Oriente a Occidente durante el siglo XVII.


Fue mucho después que absorbí el infinito fondo geográfico de la historia del té, los mitos de su origen -el emperador que descansa bajo un árbol y le cae una hoja en su cuenco de agua tibia-, la guerra del opio, el Boston Tea Party que dio pie a la independencia norteamericana, la leyenda del lapsang souchong , que nació cuando un cargamento de té era trasladado en una caravana y se impregnó de un fuerte aroma ahumado debido al fuego del campamento. (A propósito de traslados, el té no está exento de las fluorescencias de la industria turística. Basta pensar en las remodeladas casas de té en Asia, en los tea rooms de Glasgow diseñados por Charles Rennie Mackintosh o en las casas patagónicas de Gaiman y Trevelin para quienes se acercan con o sin Chatwin bajo el brazo.)


Modas y modales


Hace relativamente poco tiempo que empecé a tomar debida nota de ciertos elementos prácticos ineludibles. No sólo de los tipos de té (hay gustos que demoran en comprenderse: al té African Tunda lo entendí la quinta vez que lo probé), sino claves básicas como la temperatura del agua, la clase de agua, el tiempo de infusión. También de dilemas en apariencia insustanciales tales como: en hebras o saquitos, con o sin leche, con o sin azúcar. Otros puntos decisivos como el de servir una cucharada de té (en hebras) por persona y una "para la tetera".


Recordé, entonces, dos textos cuya gracia hace lo imposible para evitar que se los olvide. Ambos sobre modos de hacer té y/o de comportarse como invitado. Un artículo de John Updike, sembrado de instrucciones secas, cómicas: "Ambas manos deben dirigirse hacia la taza simultáneamente". Updike presta atención a la cuchara, con su "excéntrico centro de gravedad". A la pausa después de sentarse: "La clave para esta fase es la inmovilidad ". Y en la marcha el autor de Due Considerations desliza observaciones tan delirantes -"Deja que tu quietud sea plácida, vegetal, olímpica, más que rígida, eléctrica y bizantina"- como certeras: "La dignidad de la postura no sustituye el control muscular". Y, como es habitual, Updike no pierde detalle: "Sea consciente de que, a medida que consume el brebaje, el peso de la taza disminuye... Nunca se aferre a una taza vacía. Quítesela de encima".


El otro ensayo es de George Orwell, uno de los hombres que se tomaron más en serio el siglo XX. Un bellísimo artículo que tituló Una buena taza de té . Fiel a su estilo, Orwell va a lo concreto: "Antes que nada, uno debe utilizar té de la India o de Ceilán". Y a lo clásico: hay que entibiar la tetera de antemano. El té debe ser puro y duro: "A los verdaderos amantes del té no sólo les gusta el té fuerte sino que les gusta un poco más fuerte con cada año que pasa". Orwell sugiere sacudir un poco la tetera con saquitos o hebras dentro y luego dejarla reposar. En la taza se pone primero el té, no la leche. El té -y en esto coincide con los ideólogos del zen- debe tomarse sin azúcar . Orwell no omite los usos subsidiarios de las hojas de té: predecir el futuro y el arribo de visitas, alimentar a los conejos, curar quemaduras. Y un dato último, no menos grave: "Hay que acercar la tetera a la pava y no al revés". Lo mismo recomienda la novelista Muriel Spark, que también favorecía las teteras de porcelana. En su libro de memorias Curriculum Vitae , Spark cuenta que preparaba una tetera por día para su familia y que "como en Dostoievski, a cada uno que entraba a la casa se le ofrecía una taza de té".


La taza de al lado


Tiempo después cayó en mis manos un volumen minúsculo titulado Té y conversación , dedicado a "cuando las tardes parecían más largas". Un pequeño manual de instrucción para que las mujeres de mediana edad y desocupadas -por opción- consideren el té como medio de entretenimiento. El librito advierte sobre varias cuestiones, como la combinación de colores en manteles, servilletas, tetera, mesas de apoyo, y prodiga consejos: "Al hablar la voz debe ser baja y amable... Una voz alta es desagradable y vulgar, aun en un jardín". El autor anónimo especifica que el té de la tarde no está dirigido a alimentar a gente hambrienta y decide orientar a los hombres también: "Los jóvenes deben intentar entrar en conversación con aquellas mujeres que no son las mejores dotadas de belleza personal. Tales personas han cultivado sus modos y conversación más que aquellas otras que pueden descansar en sus virtudes naturales".


Indiscreciones que me hicieron caer en la cuenta de la conexión directa entre el té y los jardines: el jardín zen y el garden anglosajón. Japón, Inglaterra: dos islas. En una el té equivale a chisme, en la otra a meditación, y el té une los dos extremos porque "su espíritu de cortesía exige que se diga aquello que se espera oír y nada más".


Temporadas más tarde estudié -sin subrayar- el clásico Libro del Té, de Okakuro Kakuzo. Este alumno de Ernest Fenollosa cuenta que el sendero del jardín es la primera etapa de la meditación y que todos los jardines célebres del Japón fueron diseñados por maestros del té. Precisa, asimismo, que el ideal zen de desposesión marca la austeridad de las cabañas de té, y su ideal de asimetría determina el diseño de jardines y cabañas. El té en el zen es parte de la "adoración de la belleza en los actos cotidianos": por caso, el sonido del agua que hierve. El té implica"higiene, porque impone la limpieza; es economía porque enseña bienestar en la simplicidad antes que en la variedad y el lujo". Ni una partícula de tierra: "Uno de los primeros requisitos para ser maestro de té es saber barrer, limpiar y lavar, porque hay un arte para la limpieza y el barrido". El culto al té se sostiene sobre lo fugaz, lo evanescente, el culto de lo imperfecto, la "refinada pobreza", "la sutil necesidad de lo innecesario": "El pabellón de té no pretende ser más que una simple cabaña. Por eso se la llama ´morada del vacío ". El té les brindó a chinos y japoneses la posibilidad de desarrollar su gusto por la ritualización de los actos: gestos medidos y serena manipulación de los objetos. El "teísmo" es taoísmo disfrazado y en Japón se clasificaba a las personas como "carentes de té" (insensibles) o "con demasiado té" (demasiado dramáticas).


Hebras en la lengua


Las referencias al té en la literatura y en el lenguaje popular (al menos en el idioma universal del té, el inglés) son infinitas. Se dice, por ejemplo, "no es mi taza de té" para referirse a una cosa que no es de nuestra predilección, o que algo es "de otra tetera" como en castellano se dice "es harina de otro costal". Se dice "una tormenta en una taza de té" para alguien incapaz de resolver problemas insignificantes, como quien "se ahoga en un vaso de agua". (Lo mismo podría decirse de una persona que a partir de algo tan trivial como el té redacta otra versión de la historia o funda una filosofía de vida.)


Lo cierto es que rastrillando las referencias al té que abundan en la literatura -Balzac, Bowles, Bramah, Saki, Conan Doyle, Joyce- cualquier universitario crónico podría presentar una tesis para amortiguar su promedio general.Samuel Johnson podía tomar veinticinco tazas de una sentada. Se confesaba "bebedor de té un empedernido y desvergonzado, quien durante veinte años ha diluido sus comidas únicamente con la infusión de esa planta fascinante; quien con té pasaba la tarde, con té animaba la medianoche y con té daba la bienvenida a la mañana". Thomas de Quincey proclamaba: "A mí retrátenme con una tetera eterna, porque habitualmente tomo té de ocho de la noche a cuatro de la mañana". En la mesa del té hay un lugar reservado para la Alicia de Lewis Carroll, que no llegó a tomarlo una tarde a las seis, rodeada del Sombrero Loco, La Liebre de Marzo y el Lirón. En ese capítulo imborrable, la liebre hunde su reloj en una taza de té, reloj que da el día del mes pero no la hora, y alguien pregunta: "¿Por qué un cuervo es como un pupitre?" El tiempo sigue detenido: nadie pudo responder todavía a eso que, imprevistamente, parece un acertijo zen.


Años después de descubrir a todos ellos encontré al azar la novela de Yasushi Inoué, El maestro del té, superior aun a Mil grullas de Kawabata. Lo leí a la edad en que empecé a entender que la lectura iba en serio: "Practicar el té, tanto de día como de noche, durante el invierno o la primavera, imaginando la nieve en el corazón". (No creo haberme recuperado de frases tan simples como ésa, claras y enigmáticas al infinito.) El de la transmisión de conocimiento, de sabiduría, es una tema constante en los relatos de Inoué: "De los quince a los treinta años, seguir a ciegas todas las instrucciones del maestro. De los treinta a los cuarenta conviene, más bien, reflexionar y arribar uno mismo a las decisiones correctas. De los cuarenta a los cincuenta se debe tomar el camino contrario al del maestro, a fin de hallar el estilo propio y de ser digno de ser llamado maestro en el momento oportuno: renovar la vía del té. De los cincuenta a los sesenta, rehacer en cada detalle lo que el maestro hizo (hasta el simple gesto de trasvasar el agua de un recipiente a otro). A los setenta, intentar alcanzar la maestría en la ceremonia y un estilo que nadie sabrá imitar". Ciertas cosas, en Oriente, suelen transmitirse sólo oralmente: igual que en una familia.


En busca de locación


Tiempo después, como una película que consistiera sólo de diapositivas, volví a revivir esas escenas familiares de tardes dominicales cuando en un viaje de invierno por Inglaterra decidí emprender una suerte de tour de casas de té por el sur de esa isla. Parte del trayecto incluyó un cruce a la isla de Wight, tras los pasos de los poetas Tennyson y David Gascoyne, de sus respectivas residencias. Grabé con particular precisión un día -recuerdo la tarde y a su vez la tarde a la que me remitió- sentado en The Bat s Wing Tea Room, en Godshill, cerca del balneario de Ventnor en la isla de Wight. (Anoté el nombre del local en una libreta moleskine que hizo hasta lo más inverosímil para que no me pareciera a Chatwin.)


Era el único ocupante de mesa en esa casa ubicada sobre la curva de una ruta provincial, sobre la calle, de techos bajos, un flanco cubierto de enredaderas. Los únicos dos que entraron lo hicieron como al almacén de la zona: un jubilado, una jubilada. (Hay pueblos en Inglaterra que hacen creer que es allí donde van a pasar sus últimos años los socios vitalicios de los cinco continentes.) La taza que me sirvieron no estaba del todo bien lavada, o, mejor dicho, no podía estar mejor lavada: es casi imposible quitar la marca de rouge de una taza mimada durante años por cientos de viudas. Inmediatamente volví a ver la taza de la que tomaba mi madre cada vez que volvíamos del colegio. Y recordé enseguida que ella había enseñado (gramática inglesa) en un colegio japonés del barrio de Belgrano, en la calle Sucre, y sin paréntesis lo que apareció fueron pares de zapatos en fila en un pasillo fuera del aula, y en una repisa una hilera de cuencos pequeños, y de pronto lo que entreví en esa secuencia fue algo que se parecía a un libro (si esa tarde hubiera sabido lo que un libro era; si esa tarde me lo hubiera revelado para siempre).


Aunque pudo haber sido en The Old Thatch Tea Shop, ubicado en Shanklin, también en la isla de Wight, con su jardín trasero, que no me permitía olvidar que nací a las cinco de la tarde. O en Mortons House, junto al castillo de Corfe, una casa isabelina, de piedra, del siglo XVI, mientras repasaba otras proyecciones, ajenas, en compañía de tres suizos: The Bitter Tea of General Yen de Frank Capra, The Teahouse of the August Moon , con Brando -no más de una escena de cada película-, las teteras rojas de las películas de Yasujiro Ozu -fanático del té verde-, la pupila de la cámara a la altura de los ojos de un niño de cuatro años. O fue en St. Tudno, en el balneario victoriano de Llandudno, que visité sólo porque durante cierto tiempo lo frecuentó Lewis Carroll. Todos sitios prolijamente registrados, prolijamente perdidos. Hasta ayer. Fue allí, casi sin duda, en esa casa de té al norte de Gales, donde una mujer me explicó: "¿Sabes cuántos estudiantes ingleses desayunaron con la taza caliente en la frente para que les subiera la temperatura y así poder faltar a clases?" A cambio, le conté que en el comedor de un colegio bilingüe de las afueras de Buenos Aires alguien muy parecido a mí quedaba absorto mirando a los profesores de inglés estrujar saquitos de té contra la cuchara, como si ese acto cifrara una revelación que no podría traducir ni en sueños. Aunque lo que más llamaba la atención era que hablaran castellano, un castellano por demás peculiar que se vieron forzados a perfeccionar durante abril y junio de 1982, meses en los que un bisabuelo extranjero de más de noventa años se cansó de acusar de ebrios a un general y a una "dama de hierro" que atormentaron a dos naciones por carecer, ellos, de bastante más que té.


(fuente: suplemento adncultura de La Nación)