Entre el jueves y sábado último se realizó en la universidad de Mar del Plata el tercer Congreso Marplatense de Psicología. Más allá de mi intervención puntual –que, supongo, en poco tiempo estará desgrabada y disponible en el blog–, aproveché para escuchar numerosos trabajos de colegas que no conocía, ya que muchos de ellos desarrollan sus actividades en el interior del país. Obviamente por tratarse de un congreso de “psicología” no todo era psicoanálisis y, mucho menos, psicoanálisis lacaniano. Me interesé especialmente por el trabajo que los psicólogos desarrollan ante los niños, y así fue que me encontré con profesionales que asisten a niños víctimas de violencias, a niños “judicializados” (es sorprendente la enorme cantidad de Instituciones intermedias que existen para tal fin) y a niños insertados en distintos niveles del sistema educativo.
Más allá de ciertas propuestas técnicas particulares acerca de las cuales podría –y, creo, debería– discutirse un poco más para establecer con mayor rigurosidad sus objetivos y supuestos teóricos, a lo largo de los días fui notando una tendencia que me gustaría destacar.
Si uno revisa los planes de estudio de nuestras universidades tanto públicas como privadas, se nota que en el último tramo de los mismos aparecen las asignaturas cuyos nombres provienen de la calificación para las áreas de la psicología: psicología forense, psicología educacional, psicología institucional, psicología clínica, etc. En los trabajos del Congreso me llamó la atención que desde cualquiera de las orientaciones que podrían denominarse con los títulos de aquellas materias, las propuestas consistían en retomar el valor clínico de dichas prácticas. Escuché con cierta sorpresa que la práctica pericial podía ser repensada como un área de intervención clínica. Asistí a la presentación de un programa de atención a víctimas de violencia sexual que supone que durante el proceso del acompañamiento y orientación de la víctima, es posible producir alguna marca que facilite la posterior elaboración traumática del episodio. Y estos son sólo dos de los ejemplos más llamativos...
Personalmente, siempre pensé que no hay área de la psicología que no pueda considerarse clínica. Por supuesto que la “clínica psicológica” no supone la misma lógica que la “clínica psicoanalítica” y, quizás, haya llegado el momento de poner a trabajar esa distinción. Muchos de los trabajos que pude escuchar en el Congreso hacían referencia a cierta toma de partido por la subjetividad. Es cierto que esta consigna merece desplegarse ya que no todas las perspectivas consideran al sujeto de la misma manera. Sin embargo, he notado una tensión que apunta a articular “clínica” y “sujeto”, y tratándose de trabajos escritos por gente muy joven en la profesión, auguran movimientos en el futuro.
Para finalizar, una anécdota. En una de esas mesas de trabajos libres, y luego de una breve intervención mía para intentar aportar al debate, una joven estudiante me interrogó acerca de qué quería yo decir cuando afirmaba que “no hay encuentro con un otro que no sea clínico y que no despliegue en algún modo la transferencia, aun en el sentido amplio del término”. Como había muchísimos estudiantes participando del Congreso, intenté una respuesta sencilla. Le propuse que creía conveniente considerar siempre el efecto de la presencia de uno en aquello que un sujeto –en cualquier situación profesional que fuera– nos relataba. Y le expliqué brevemente la referencia de Lacan al principio de Heisenberg para situar el efecto de la transferencia.
A estas alturas, creo que si se intentara realmente una revisión teórica de la noción de “clínica” –para ir un poco más lejos de la gastada referencia a Foucault–, el concepto de “transferencia” le resultaría inseparable. Sin duda la posición del analista y del psicólogo ante esa transferencia difieren, como también el uso y los alcances que de ella se realicen. Pero lo inevitable de su efectuación habla de cierto aporte del psicoanálisis que no puede pasar desapercibido. Y, me parece, que aún no haciéndolo en forma plenamente consciente, las jóvenes generaciones ya se han encontrado con ello y lo están anunciando a viva voz.
Más allá de ciertas propuestas técnicas particulares acerca de las cuales podría –y, creo, debería– discutirse un poco más para establecer con mayor rigurosidad sus objetivos y supuestos teóricos, a lo largo de los días fui notando una tendencia que me gustaría destacar.
Si uno revisa los planes de estudio de nuestras universidades tanto públicas como privadas, se nota que en el último tramo de los mismos aparecen las asignaturas cuyos nombres provienen de la calificación para las áreas de la psicología: psicología forense, psicología educacional, psicología institucional, psicología clínica, etc. En los trabajos del Congreso me llamó la atención que desde cualquiera de las orientaciones que podrían denominarse con los títulos de aquellas materias, las propuestas consistían en retomar el valor clínico de dichas prácticas. Escuché con cierta sorpresa que la práctica pericial podía ser repensada como un área de intervención clínica. Asistí a la presentación de un programa de atención a víctimas de violencia sexual que supone que durante el proceso del acompañamiento y orientación de la víctima, es posible producir alguna marca que facilite la posterior elaboración traumática del episodio. Y estos son sólo dos de los ejemplos más llamativos...
Personalmente, siempre pensé que no hay área de la psicología que no pueda considerarse clínica. Por supuesto que la “clínica psicológica” no supone la misma lógica que la “clínica psicoanalítica” y, quizás, haya llegado el momento de poner a trabajar esa distinción. Muchos de los trabajos que pude escuchar en el Congreso hacían referencia a cierta toma de partido por la subjetividad. Es cierto que esta consigna merece desplegarse ya que no todas las perspectivas consideran al sujeto de la misma manera. Sin embargo, he notado una tensión que apunta a articular “clínica” y “sujeto”, y tratándose de trabajos escritos por gente muy joven en la profesión, auguran movimientos en el futuro.
Para finalizar, una anécdota. En una de esas mesas de trabajos libres, y luego de una breve intervención mía para intentar aportar al debate, una joven estudiante me interrogó acerca de qué quería yo decir cuando afirmaba que “no hay encuentro con un otro que no sea clínico y que no despliegue en algún modo la transferencia, aun en el sentido amplio del término”. Como había muchísimos estudiantes participando del Congreso, intenté una respuesta sencilla. Le propuse que creía conveniente considerar siempre el efecto de la presencia de uno en aquello que un sujeto –en cualquier situación profesional que fuera– nos relataba. Y le expliqué brevemente la referencia de Lacan al principio de Heisenberg para situar el efecto de la transferencia.
A estas alturas, creo que si se intentara realmente una revisión teórica de la noción de “clínica” –para ir un poco más lejos de la gastada referencia a Foucault–, el concepto de “transferencia” le resultaría inseparable. Sin duda la posición del analista y del psicólogo ante esa transferencia difieren, como también el uso y los alcances que de ella se realicen. Pero lo inevitable de su efectuación habla de cierto aporte del psicoanálisis que no puede pasar desapercibido. Y, me parece, que aún no haciéndolo en forma plenamente consciente, las jóvenes generaciones ya se han encontrado con ello y lo están anunciando a viva voz.
PP